Prólogo

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Las hojas secas de roble caían sobre el piso simulando una lluvia café en un cálido otoño; aquel pueblo lejano a la ciudad era una utopía de gente que caminaba por las calles cual día normal. Jack las miraba a la vez que cogía sus maletas y le seguía el paso a otro hombre que parlaba frases queditas e imposibles de escuchar por su lejanía.

El sacerdote Armando lo miró por encima del hombro marcando un gesto molesto al darse cuenta que sus palabras estaban siendo ignoradas.

Habían caminado hasta una iglesia que parecía ser tan antigua como los árboles que la adornaban. Jack admiró el lugar con asombro, pues el tamaño lo había dejado impactado. Si su miraba se dirigía a la parte trasera, vería un pasillo, una fuente en forma de ángel y pequeños cuartos que más adelante descubriría su función.

—Espero que logre adaptarse. —Armando le sonrió y caminó. El edificio principal donde se llevaban a cabo las ceremonias religiosas quedó ahora en la lejanía, pues el lugar era más que una simple iglesia. —Aquí están los cuartos de los jóvenes que intentan guiarse al camino de Dios, usted cuando quiera podrá venir a dar platicas o saludar, es por el bien de ellos.

Jack asintió y la duda se esfumó, sus ojos se abrieron cuando divisó un cuerpo delgado al fondo del pasillo, ahí donde la última habitación tenía lugar. Cabellos rubios y ojos claros lo miraban de una manera irresoluta. No era un niño, era un joven al igual que él. Si no fuera por la voz del sacerdote Grúas, sus ojos seguirían en ese muchacho de blanca tez y mirada fría.

—Su habitación queda al otro lado, permítame llevarlo. —El mayor caminó dirigiéndose al dormitorio del nuevo sacerdote del pueblo. Sus ojos se entrecerraron cuando supo que Conway había sido embelesado por aquel joven que jamás encontraría las puertas del señor. —La ceremonia eucarística será dentro de una hora, debe cambiarse y alistarse.

Fueron segundos los que pudo prestar atención a su compañero, pues de nuevo, su cabeza se giró en busca de esa persona escondida, pero cuando sus ojos regresaron al mismo lugar, ya no había nadie a la lejanía, sólo el ruido de la fuente y las palabras de un hombre que lo invitaban a descansar y a alistarse para su primera misa.















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