Capítulo 6.

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—Lo más importante, Cooper, es la fertilidad. Los herederos son primordiales—. Eran palabras duras para un niño de diez años que se había enamorado de un beta, teniendo conocimiento que estos no podían embarazarse desde muy temprana edad.

Su abuelo no era malo, siempre se repetía, él simplemente deseaba que su gran monopolio no muriera como su única hija, la madre de Cooper, quien se desentendió de él y de la familia cuando conoció a un extranjero. Suponía que estaba muerta, porque no sabía nada de ella.

—Abuelo, ¿por qué mi olor es tan fuerte? —. A los quince, había logrado llevar al celo a una maestra, simplemente porque se enojó con ella, y su olor fue tan repulsivo, que ella terminó transformándose por completo en un animal, en la jerarquía a la que pertenecía sin querer.

—Porque eres de los poderosos en las castas—. Su abuelo se sentía orgulloso, aunque tuvo que sacar al pequeño adolescente de esa escuela mediocre porque no era capaz de mantener a los omegas innecesarios lejos de su nieto.

— ¿Por qué?

—Porque tu madre era una poderosa alfa prime—. Algo que su hija nunca aprovechó como debía.

Cooper no entendía nada de ese mundo, pues al ser llevado a este desde tan pequeño, simplemente se sobreexpuso de tal forma que todo lo confundía, demasiado. Decidió no prestar atención a ello, a su olor, al respeto que sentían todos simplemente por eso. Él no necesitaba tales cosas. Nunca deseo a alguien, al menos no como se debería desear. Hacía las cosas por obligación, salía con hermosos omegas por su abuelo; porque deseaba mantener esa sonrisa satisfecha en él, porque, para Cooper, su abuelo era lo único que tenía.

—Cooper, él es Jace—. Un niño pequeño, inquieto, y que se había subido a las piernas de su abuelo. Este, enternecido por el cachorro, le acarició el cabello rubio, mientras se lo presentaba al recién adulto, Cooper Barnes. Era pequeño, de ojos grandes y castaños y el cabello desordenado.

—Oh, Dios mío, qué vergüenza. Jace, bájate del regazo del señor Christian Barnes—. Una beta hermosa entró a la sala, ganándose un gesto de desagrado de su abuelo, alguien que parecía no estar de acuerdo con las relaciones que no eran entre castas. Ella le restó importancia, y tomó al cachorro del regazo del hombre.

Cooper miró, disimulado, a la beta. Una mujer hermosa, cariñosa y amable. Muy poco común en betas, a su parecer. Y el cachorro, cuyo olor era indescifrable y sonreía mientras su madre lo sacaba a rastras de la sala de reuniones.

—Cooper—. El muchacho miró a su abuelo—. Cuida al pequeño Jace—. Tal vez para ganarse a aquel ejecutivo. Él simplemente asintió, y se acercó a la madre y al niño. Ella sonrió, y Cooper sintió pena porque la mujer era una simple beta.

—Gracias. Volveré en unas horas—. Le dio un beso en la nariz al rubio, sacándole una risita. Este se bajó de los brazos de la mujer, y corrió a agarrarse de las piernas del joven. Demasiado confianzudo, pensó Cooper, fingiendo una sonrisa ante la beta.

El niño era inquieto, un remolino, corría de un lado a otro en el enorme cuarto, le llevaba juguetes de todo tipo, antes de que su mente corriera a otro lado. ¿Tendría algún tipo de problema? Tal vez autismo, puesto que no hablaba de ninguna forma, y ya debía tener la edad para hacerlo.

Se dio cuenta que el niño era un consentido. Los cocineros lo amaban, regalándole muchos dulces de todo tipo; las empleadas le recogían los juguetes con una sonrisa; el chofer y Cooper siempre lo buscaban en el garaje, pues al pequeño remolino le gustaba meterse al interior de la limosina y hacer como si condujera.

—Es demasiado inquieto y consentido—. Era fastidioso, lo odiaba. Su abuelo sonrió.

—Es un cachorro, déjalo ser—. Odiaba la debilidad que tenía su abuelo ante los niños.

Sex appeal. |Henray|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora