1. 𝚄𝚗𝚊 𝚋𝚒𝚎𝚗𝚟𝚎𝚗𝚒𝚍𝚊 𝚙𝚊𝚜𝚊𝚍𝚊 𝚙𝚘𝚛 𝚊𝚐𝚞𝚊

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Odiaba esta vida que llevaba, y siempre la odiaría con todas mis fuerzas.

Hoy más que nunca.

Desde que era muy pequeño, posiblemente desde los cuatro años, mis padres habían sido esa clase de personas que no les gustaba estar demasiado tiempo en un lugar. Habían viajado a muchas partes del mundo: España, México, Alemania, Italia, Rusia, Irlanda, Estados Unidos... En fin, tantos lugares que no podría acordarme siquiera.

Pero sí que tenía una cosa bastante clara, era algo así como una norma que me repetía constantemente cada vez que estaba en un lugar nuevo: « No eches raíces ».

Viajar por tantos lugares, en tan poco tiempo, había provocado que tomara decisiones extremas para mi edad: Hacer pocos amigos, pero no encariñarse; no tener pareja; no enamorarse del lugar en el que vivía; no comprar cosas que pasaran demasiado; estudiar en casa... La lista era demasiado larga, incluyendo aquellas pequeñas cosas que haría si viviera en un lugar concreto.

Sin embargo, nada dura eternamente. 

Mis padres, después de llevar un tiempo soportándose mutuamente por problemas que sólo ellos entendían, acabaron divorciándose. En un principio pensé « ¡Bien! ¡Por fin se terminó el ir de un lado a otro! ». Pero estaba muy equivocado. Mucho, y lo iba a descubrir varios años después de su separación.

Mi madre, que era psicóloga, decidió instalarse en Nueva Orleans con su nuevo esposo, James, un cirujano con un rostro amable, pero que su inteligencia dejaba mucho que desear.

Mi padre, por su parte, decidió marcharse al otro lado del océano y cambió de trabajo. Su elección se inclinó hacia Whitby, una ciudad situada en la costa nordeste de Inglaterra; y dejó de trabajar como taxidermista para ser pastelero. 

A mí ese cambio me pareció irracional y absurdo, pero yo no era quién para decidir la vida que debía de tomar.

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Y aquí estaba yo, en el coche de mi madre y James, yendo en dirección al aeropuerto mientras sonaba una canción de Marvin Gaye.

Él no dejaba de lanzar las clásicas frases que podrías hallar en un libro de autoayuda y mi madre, que me veía a través del retrovisor, simplemente me miraba con el rostro preocupado y los labios fruncidos. 

Sabía lo que pensaba: No quería que me fuera. 

Intenté sonreírle, resultando hacerlo con algo de sobresfuerzo, para que al menos no se sintiera mal por mi ausencia. No me iba para siempre, y tampoco íbamos a estar incomunicados. Era sólo que... Bueno, tenía que joderme y era lo que tenía que hacer. Las cosas no eran tan fáciles por mucho que intentara explicárselas, y no tenía que dar vuelta atrás con alguna tonta excusa.


Tenía los auriculares puestos, porque no quería oír las tonterías que salían por la boca de James, las cuales no quería ni responder.  No era mal tipo, sino que no sabía cuándo parar.

De vez en cuando miraba por la ventana, comprobando la zona en la que me encontraba. Afuera se apreciaba un agradable calor otoñal, colándose entre los árboles y haciendo brillar los montículos que parecían estar hechos de oro. Observarlos me hacía recordar que podías divertirte con ellos con algo de imaginación: Si eras pulcro, podrías rastrillarlos y luego tirarlos; si no te importaba clavarte las pequeñas ramitas o hallar caca de ardilla escondida, podrías apilarla y lanzarte encima como si lo hicieras en una cama elástica; y si eras lo suficientemente inteligente, podrías incluso utilizarla para calentar comida.

𝕹 o c t i s  [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora