Capítulo 28. 𝙴𝚕 𝚟𝚊𝚕𝚘𝚛 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚖𝚊𝚗𝚊𝚍𝚊

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Pese a mis temores de que Ulick estampara mi coche contra algún árbol o se saliera de la carretera, ya que conducía con bastante rapidez normalmente, me sorprendió ver que en esta ocasión lo hacía a una velocidad mucho más normal. Mucho más humana y razonable.

Habían muchas cosas que no parecían darle demasiados problemas y que, además, lo había visto desenvolverse con gran facilidad: era bueno en prácticamente cualquier deporte, sobre todo si eso incluía correr, trepar, saltar o lanzar algo con algunas de sus extremidades; tampoco parecía tener ningún problema en relacionarse con los demás o mostrar su lado más seductor, mucho menos tenía problemas para encajar en cualquier grupo del instituto. Todos lo amaban por su personalidad y talento, o al menos la gran mayoría. 

También sabía que tenía muy buenos reflejos, posiblemente condicionados por no ser del todo humano. Y sin embargo, sabía muy bien como aprovechar los sentidos que tenía agudizados, sobre todo el olfato y el oído. Para colmo también se le daba bastante bien conducir, y lo hacía ver bastante fácil: Conducía utilizando una mano mientras con la libre me acariciaba la mano con ternura.

A duras penas observaba la carretera y su conducción era impecable. En ningún momento sentí que los neumáticos se salieran del carril, mucho menos noté que el coche se inclinara en una postura peligrosa o que advertía cautela. A veces miraba el Sol poniente con un gesto tranquilo, a veces en mí y todo lo que le fascinaba de mi cuerpo; la cara era la zona en la que más se fijaba, como si hubiera algún detalle en mi piel que le llamara la atención. Otras veces llevaba la mirada al cuello y sentía sus labios moverse en un silencio que él mismo forzaba, y luego también reparaba en nuestras manos unidas, sonriendo con agradecimiento.

Cuando encendió la radio dejó puesta una canción de George Michael titulada You have been loved, no lo supe hasta que él lo dijo en voz baja. Parecía saberse su letra entera, y yo no pude evitar pensar que era algo raro en él, lo imaginaba escuchando el típico pop actual o rock de los setenta. Alguna cosa similar, no una balada lenta. Y no es que cantara excepcionalmente bien, pero verle hacerlo me pareció un momento perfecto, tranquilo, sin preocupaciones de ningún tipo.

—¿Hay algo que se te de mal? —me atreví a decirle, esperando no haberme anticipado demasiado pronto.

—Claro —dijo con una sonrisa encantadora, tanto que sentí derretirme.

Lo miré con escepticismo.

—¿Por ejemplo?

—Pues... —murmuró en silencio, intentando pensar en aquellas cosas que, como dijo, no se le daban excepcionalmente bien—. Digamos que no soy especialmente bueno cocinando, aunque hago mi mayor esfuerzo. Tampoco soy muy hábil cuando se trata de tomar decisiones importantes, sino que me dejo llevar por mis impulsos o mi intuición.

—¡Y yo que te veía tan perfecto! —solté falsificando una cara de desaprobación.

—Me sobreestimas demasiado, Elijah —dijo sin borrar su sonrisa. 

Su piel me recordaba a una escapolita, una rara piedra preciosa que podía ser de diferentes colores, aunque en esta ocasión era de un marrón suave. El Sol se encargaba de darle un brillo especial a su epidermis, uno que se acrecentaba por el sutil sudor de su cuerpo que escapaba por el cuello. 

A veces me miraba cuando yo lo observaba, analizando cuidadosamente sus perfecciones en su rostro, visualizando atentamente cada rincón para memorizarlo y, algún día, dibujarlo sin que él lo supiera. Me gustaría tener algo de él, algo que me ayudara a ganar más confianza conmigo mismo; una fotografía sería una buena opción, pero yo no podría conformarme únicamente con algo tan sencillo. Debía de inmortalizar su imagen, no sólo en mi mente, sino también en el corazón y lo segundo estaba aún en proceso.

𝕹 o c t i s  [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora