D I E C I O C H O

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Pasó lo inevitable

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Pasó lo inevitable. Andrés se fue a Buenos Aires con su madre por unas largas dos semanas y aunque estaba muy feliz por él, mi corazón se quedó apachurrado ante ello.

Los últimos días fueron de gran estrés, arreglar todo antes de irse lo dejó con muy poco tiempo, por lo que solo nos vimos una hora antes de irse al aeropuerto, le guardé almuerzo y nos abrazamos hasta que le tocó irse, su padre lo llevaba.

Esa noche dormí triste y hablamos muy poco, me avisó cuando aterrizó y luego me mandó una foto con su madre y hermana, su enorme sonrisa valía mi tristeza.

Los siguientes días fueron extraños, fueron días con sabor a un ¿y ahora qué? No tenía nada que hacer, mis días se reducían a pasar tiempo con Andrés y merendar con mi vecina, así que solo me quedó esta última para despejar mi mente. Claro que no contaba con que eso duraría unos días, ya que mis vecinos se fueron de viaje por el norte y durarían dos semanas fuera.

La única desgraciada que no viajaba esas vacaciones era yo, porque debía trabajar.

No era algo malo del todo, Andrés me había pedido que cuidara el hámster que le quedaba en su ausencia, así que aprovechaba de ir a robarme el WiFi y hacer ejercicio con sus pesas.

Al menos le sacaría provecho a ese tiempo sola.

Comencé una rutina intensa de ejercicios de 20 días, merendé con Cheo unas veces y vi a mi amiga Venezolana, enterándome tristemente que Mohammeh se había mudado a Córdoba hacía meses. Me lamenté haber perdido el contacto con ellos, pero todo pasó en los meses difíciles donde quedé sin casa y mi abuelo había muerto, no había tenido cabeza para retomar contacto con nadie.

Hablaba con mis padres todos los días ya que habían puesto WiFi en la casa donde se habían mudado y me enteré que mi madre tenía planes de viajar con mi abuela en pocos meses.

Me alegré, no lo voy a negar, me ilusione mucho con volverlas a ver, sin embargo me aterró que me viera convertida en una mujer y el resultado no les gustara.

Cuando salí de casa tenía escasos 17 años, una mente inocente y muchos sueños grandes.

Para entonces ya tenía 19 años, tenía tatuajes, de inocente no tenía ni el nombre y había vivido tantas cosas difíciles que de aquella niña soñadora ya no quedaba mucho.

Para mi pesar, era muy realista y vivía luchando día a día por no caer en la depresión de nuevo y manejaba ataques de pánico y ansiedad de manera recurrente.

Tenía miedo de que mamá me viera y se decepcionara de ello.

Sin embargo fui muy optimista cuando recibí la noticia y me alegré mucho con la idea de tenerla conmigo de nuevo, me hacían falta sus abrazos y mimos.

Incluso Andrés se emocionó cuando le conté aquello, él más que nadie sabía lo difícil que había sido para mi estar lejos de mi familia, así que también celebraba el hecho de que volviese a ver a mi madre luego de dos largos años.

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