XXI. El antiguo rey de la Atlántida

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Amunet pudo sentir cómo su alma era arrastrada fuera de allí de una forma dolorosa, hasta condensarse en otro lugar. Creyó que se sumiría en la oscuridad eterna y todo acabaría para ella; pero, para su sorpresa, logró abrir sus ojos, encontrándose tendida sobre una superficie de roca sólida. Se levantó con lentitud, notando que volvía a tener un cuerpo físico de carne y hueso por primera vez en mucho tiempo. Su mente se vio invadida por las dudas, que solo aumentaron cuando comenzó a mirar a su alrededor. Se hallaba en una especie de santuario o templo hecho de piedra, con un aire antiguo que le resultaba familiar. Cuando se fijó con más detenimiento en las paredes que la rodeaban, pudo apreciar –a la luz de un par de antorchas– que en estas había incontables losas con figuras humanas talladas en ellas. Sus ojos se ensancharon reflejando consternación y la respiración se le entrecortó cuando reconoció una energía muy particular proveniente de ellas.

«¡Estas son... almas humanas!»

—Bienvenida, pequeña —pronunció una voz masculina a sus espaldas, causando que ella emitiera un grito ahogado para luego voltearse con celeridad, sobresaltada—. No te asustes, sacerdotisa Amunet. Yo no voy a hacerte daño. No te lastimaré como lo hizo el faraón.

Ante esta mención, Amunet bajó la cabeza con un velo de tristeza cubriendo su mirada; mas de inmediato tomó aire y encaró a su interlocutor con los ojos llenos de determinación. Frente a ella estaba un hombre alto, con una peculiar vestimenta blanca, cabellos casi tan largos como los de ella de color turquesa claro y hermosos ojos heterocromáticos: uno de un tono turquesa y el otro dorado.

—¿Quién eres? —le cuestionó la sacerdotisa, llevándose una mano a la barbilla y cerrándola un poco.

—Mi nombre es Dartz, bella sacerdotisa —contestó el hombre y, aunque Amunet ya esperaba de algún modo esa respuesta, igual se mostró un poco sorprendida—. Y, ahora que tengo el honor de que seas mi invitada, me gustaría que te unieras a mí.

—Eres tú quien está detrás de todo esto —masculló Amunet, adoptando una postura defensiva.

—Por favor, pequeña, no lo digas como si yo fuera el villano aquí.

—¿Ah, no? Entonces, ¿quién lo es?

—El faraón, por supuesto. Estuve observando el duelo. Mira tu brazo, Amunet —Ella dirigió su mirada a la parte interna de su muñeca y sus pupilas temblaron al fijarse en la marca rojiza que tenía allí—. Fue el faraón quien te lastimó de esa manera, pequeña. Te agarró, te empujó e ignoró tus ruegos. No le importaron tus lágrimas, porque solo estaba interesado en satisfacer su propia sed de victoria y cuidar de su orgullo.

Amunet sintió que sus fuerzas flaqueaban y cayó de rodillas, abrumada por el peso de los amargos recuerdos. Sus ojos se inundaron de lágrimas del corazón, todo dentro de ella se derrumbaba poco a poco. El dolor le quemaba hasta el alma.

"Eres lo más valioso que tengo, Amun". Evocar esa mentira que él le había dicho solo contribuía a aumentar su dolor.

"Te prometo que voy a protegerte con mi vida". ¡Todo había sido una falsa promesa! ¡Todo, una mentira! Hasta comenzaba a dudar de su amor por ella, si esa era su forma de demostrárselo. ¡Incluso podría creer que las palabras de Rafael eran ciertas!

Percatándose de la vulnerabilidad emocional de la sacerdotisa, Dartz sonrió. Había logrado su cometido de confundirla, así que continuó hablando.

—Él ya te sacrificó una vez en el pasado, y no tuvo reparos en volver a hacerlo. Pero no estás sola, preciosa. Yo puedo ayudarte —Avanzó unos pasos hacia ella, se inclinó y le tendió la mano de manera sutil—. Toma mi mano, Amunet. Si te unes a mí, el dolor pasará y tendrás a tu lado a un hombre que nunca te abandonará por ruines intereses.

Memorias prohibidas [Yu-Gi-Oh! - Fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora