XXX. La aldea de los espíritus

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El faraón se encontraba semiinconsciente en el interior de una cueva. Atisbos de los recuerdos perdidos de su infancia comenzaron a rondar por su mente atormentada por angustiosos pensamientos. Fue así como supo que su padre había sido un hombre bondadoso que se sacrificó por su bienestar. Una voz despertó completamente su consciencia a la realidad. Dicha voz le anunció que El Oscuro estaba a punto de cruzar el umbral que dividía al mundo humano del Reino de las Sombras. Apenas pudo observar brevemente el rostro de quien le advertía, pues desapareció en cuanto abrió por completo sus ojos. Entonces salió de la cueva y posó sus ojos sobre las cálidas aguas del Nilo, causando que un nuevo recuerdo le acometiera.

El joven príncipe de Egipto, de 15 años recién cumplidos, realizaba una cabalgata por los alrededores del Nilo, específicamente en una de las zonas más solitarias, cuando algo captó su completa atención. Una esbelta figura femenina surgía de las aguas con elegancia; los largos cabellos castaños ondeaban a sus espaldas y la dorada piel cubierta de gotas de agua brillaba como un tesoro. Los ojos púrpura no se despegaron de ella ni un segundo, mientras su poseedor abandonaba su caballo y se dirigía sigilosamente hacia la orilla en la que se bañaba la hermosa doncella, a quien creyó una divinidad. Sin percatarse de su presencia, ella alzó los brazos para apartarse el cabello, dándole a él una espléndida visión de su torso desnudo coronado por unos firmes pechos. La magia del atardecer se fundió con la que provocaba la cercanía entre ellos. Mas cuando ella notó que el príncipe se encontraba allí, ese encanto se rompió.

—¡Prí... Príncipe! —exclamó Amunet con el rostro al rojo vivo, cubriéndose el cuerpo con las manos al tiempo que volvía a hundirse en el agua hasta el cuello.

—Te he dicho muchas veces que me llames por mi nombre, Amun —expresó el joven, despojándose de su capa—. Ven, ya está oscureciendo y podrías resfriarte si sigues ahí.

Amunet no vio caso en mostrar un pudor que ya no tenía sentido. El príncipe ya la había visto desnuda, así que no tuvo reparos en salir del agua y acercarse a él, quien la cubrió con la capa para abrigarla. La sacerdotisa aún estaba demasiado apenada y sonrojada, por lo que no se atrevía a mirarlo.

—¿Por qué te avergüenzas? —El príncipe la tomó de la barbilla y la hizo verlo a los ojos—. Eres tan hermosa, creí estar viendo a una diosa —Aprisionó sus labios con necesidad—. Necesito que seas mía —Llevó los labios al cuello de ella y recogió las gotas de agua que se habían posado allí—. Y quiero estar dentro de ti.

Casi había perdido la cabeza al verla salir del río en todo su esplendor, pero echó mano a todo su autocontrol para contenerse. No era el lugar ni el momento indicados para cumplir sus deseos. No quería darle a la mujer que amaba una primera vez brusca e inadecuada. Deseaba ser especial con ella, aún sintiéndose tan posesivo cuando la besaba. Le era difícil controlarse, más aún con las respuestas sedientas que ella daba a sus besos y las dulces palabras que salían de los labios amados.

—Soy tuya, toda tuya...





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Entretanto, en otro lugar, un inconsciente Aknadin recordaba cómo sacrificó a todos los habitantes de la marginal aldea de Kul Elna para forjar los Artículos del Milenio con sus malvadas almas. Shada estaba con él y trató de ver su espíritu con la Llave del Milenio; pero el anciano despertó en ese momento, lo quitó de su camino de un empujón y fue a unas celdas subterráneas, donde sometió a los prisioneros a crueles batallas por sobrevivir con el objetivo de que sus kas aumentaran su poder.

Cuando Seth fue a visitar a Kisara, se percató de que ella ya no estaba en su habitación, puesto que Aknadin se la había llevado para forzarla a mostrar su poder obligándola a luchar por su vida. Seth no dudó en defender a la albina, quien lo miró suplicante con sus inocentes ojos. Aknadin quiso interferir al ver que la pelea había ocasionado que el joven de ojos azules quedara colgando al borde del abismo sobre el cual estaba el campo de lucha, sosteniéndose solamente con una mano con su Cetro del Milenio y sujetando a Kisara con la otra; fue en ese momento en el que la chica de cabello blanco mostró el grandioso poder que el portador del Ojo Milenario había estado buscando, destruyendo a la criatura que estaba a punto de aniquilarlos con la fuerza luminosa del Dragón Blanco de Ojos Azules. Luego de salvar la situación, Kisara quedó desmayada y fue atendida por Seth. Aknadin propuso sellar en una lápida de piedra al poderoso monstruo, privando de la vida a la albina y otorgándole al joven Guardián Sagrado el poder necesario para sustituir al faraón. Seth se opuso enérgicamente a tan descabelladas ideas y cambió a Kisara de habitación en secreto para protegerla, mientras recordaba cómo la había conocido cuando ambos eran niños y él la rescató de unos traficantes de esclavos; a cambio, el Dragón Blanco de Ojos Azules lo salvó cuando su aldea fue destruida por bandidos.






Memorias prohibidas [Yu-Gi-Oh! - Fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora