XXXII. El brillante corazón de la sombra y de la luz

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Atem y Amunet no podían quedarse en el Mundo de las Memorias, puesto que ya habían muerto después de aquellos acontecimientos y no les quedaba nada más por recordar. Las memorias de la sacerdotisa habían sido completadas y las del faraón, recuperadas; mas no pensaron en marcharse sin despedirse.

—Hasta pronto, Mana —musitó Amunet, abrazando a la chica que no pudo contener sus lágrimas—. Fuiste una gran ayuda.

—No lo habríamos logrado sin ti —aseveró Atem con una suave sonrisa.

—Gracias a ustedes por salvarnos a todos —sollozó Mana, aún con una sonrisa.

—Seth, nosotros no podemos quedarnos —dijo Atem dirigiéndose al joven, quien estaba al lado de Kisara.

—Queremos que Kisara y tú sean los nuevos faraones —agregó Amunet, a lo que su hermano le respondió con una mirada de asombro.

—Ten esto —Atem le entregó el Rompecabezas del Milenio mientras su cuerpo y el de la sacerdotisa se volvían transparentes—. Será la prueba de que eres el nuevo gobernante de Egipto.

—Kisara, por favor, guíalo con la luz de tu bondad.

La joven albina le dirigió una expresiva mirada.

—No se preocupe, señorita Amunet. Lo cuidaré como usted cuida del faraón.

—Saberlo me causa alivio.

—Aceptaré con honor esta responsabilidad, faraón —intercedió Seth con una reverencia, repuesto de la sorpresa inicial.

La mirada de Amunet se cubrió de melancolía al posarse sobre su gemelo.

—Algún día volveremos a vernos, hermanito.

—Sí —Él la miró de igual forma, sus pupilas temblaban—. Encontraré la manera de volver a ti, siempre. Te lo prometo.

—Gobiernen con sabiduría —fue lo último que dijo Atem antes de que ambos se disolvieran en el aire.





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Al regresar a sus respectivos cuerpos, Yūgi y Akemi se percataron de que Atem y Amunet habían vuelto con ellos. Sus demás amigos despertaron poco después y se encontraron con Bakura, libre de una vez y para siempre de la influencia maligna de la Sortija del Milenio.

—Bueno, según lo que escuché, ¿el faraón y tú son parientes? —cuestionó Akemi de manera pícara hacia su amiga egipcia.

—Sí, el padre de Atem era hermano gemelo del mío y de Seth —confirmó la sacerdotisa.

—Entonces, son primos. Primos que se exprimen.

—¡Akemi!

La joven rompió a reír al notar lo colorada que se había puesto Amunet ante tal aseveración. Cuando todos salieron de allí, se sorprendieron al ver que Duke Devlin, el abuelo Mutō y Mokuba aguardaban por ellos. El niño de cabello negro corrió hacia sus dos hermanos y se prendió de ellos alegremente.

—¡Seto! ¡Aki! —exclamó—. Vine tras ustedes porque se fueron sin decirme nada. Bueno, Aki sí me dijo que vendría a Egipto; pero tú no te libras, Seto.

—¿Y desde cuándo tengo que rendirle cuentas de mis actos a mi hermano pequeño? —señaló el joven ejecutivo con seriedad.

—Creo que sí se lo debes, her-ma-ni-to —replicó Akemi de forma burlona, dándole un gran abrazo al menor.

—Nadie nos invitó, así que pensamos en venir por nuestra cuenta —intervino Duke algo molesto.

—Muy bien, ahora podremos finalizar este viaje todos juntos —dijo Yūgi con entusiasmo.

La familia Ishtar condujo al faraón, a la sacerdotisa y al resto del grupo –luego de que Seto y Mokuba decidieran acompañarlos– hacia su último destino: la isla donde yacía oculta la Lápida de los Artículos del Milenio. Como prueba final para poder reposar al fin en el otro mundo, Atem y Amunet debían ser vencidos en un duelo, por lo que sus respectivos álter egos se ofrecieron a pelear contra ellos. Con los Artículos del Milenio reunidos en la milenaria roca y los espíritus antiguos separados de sus vehículos actuales gracias al Ojo de Wdjat, la lucha final comenzó.




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La Batalla Ceremonial concluyó con las victorias de Yūgi y Akemi ante Atem y Amunet, respectivamente. No obstante, ninguno de los dos albergaba sentimiento de triunfo alguno.

—Un campeón no se pone de rodillas —le aseguró con suavidad Atem a Yūgi, quien lloraba como un niño pequeño en esa posición.

Akemi, por su parte, se arrojó a los brazos de la sacerdotisa hecha un mar de lágrimas.

—¡No quiero que te vayas, Amunet! —exclamó con la voz quebrada por los sollozos—. ¡Tú eres mi luz! ¿Qué será de mí cuando te hayas ido?

—Te equivocas, Akemi —murmuró la sacerdotisa, acariciándole el cabello de manera maternal—. Tú tienes tu propia luz. De hecho, todos tenemos luz y oscuridad en nuestro interior: lo importante es saber elegir cuál nos controlará.

—Yūgi, ahora Akemi y tú se cuidarán mutuamente —agregó el faraón—. Y recuerda que no estás solo; tienes a todos tus amigos para apoyarte.

—Él tiene razón, Yūgi —animó Joey, a lo que los demás asintieron sin dudarlo—. ¡Siempre te apoyaremos, amigo!

—No piensen en esto como un "adiós", sino como un "hasta pronto" —añadió Amunet, separándose lentamente de Akemi y, tras acercarse al faraón, le tomó la mano.

Cuando las puertas hacia el más allá se abrieron, dejando ver una luz de oro, Yūgi y Akemi solo pudieron dejar de lado sus lágrimas para ofrecerles amistosas y cálidas sonrisas de despedida a los dos amigos más cercanos a ellos que se marchaban, tal vez para siempre.





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—¿Atem? —llamó la atención Amunet al joven rey, en cuyo pecho permanecía acomodada estando ambos acostados en su cama matrimonial.

—¿Qué sucede, Amun? —cuestionó Atem, dirigiéndole una mirada de curiosidad a su mujer.

—¿Crees que los chicos sean felices?

Una cálida sonrisa posada sobre los labios tan amados y deseados fue mejor respuesta que sus palabras.

—Sí. Puedo sentirlo en mi corazón. Ellos son dichosos.

Amunet le devolvió la sonrisa, que lo acarició como si de un rayo de sol se tratase.

—Sí. Ahora que lo dices, yo también puedo sentirlo. Ellos son tan felices como nosotros.

—Ahora nos llevan en sus corazones eternamente. Y no existe ninguna fuerza en el universo que pueda arrebatarles eso. Tú y yo lo sabemos mejor que nadie. Nunca dejamos de amarnos, aún con mis memorias perdidas y las tuyas incompletas.

Y un nuevo beso dulce como miel fue la confirmación de que estaba en lo correcto.











FIN.

Memorias prohibidas [Yu-Gi-Oh! - Fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora