XXVIII. Sacrificio y deber

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Amunet se encontraba reposando entre los brazos de su amado faraón, tras haberse hecho el amor hasta quedar rendidos del cansancio. Por esa parte, él no tenía motivo de queja alguno. Podía disponer de ese cuerpo sin barreras, sin fronteras; contar una a una esas pecas que había visto por primera vez aquella noche en el castillo de Pegasus; saborear cada rincón de su ser y verla disfrutar de él sin reparos. Sin embargo, le preocupaba demasiado lo que Bakura podría tener reservado para ella. De solo imaginar los pensamientos impuros que probablemente rondarían por la mente del ladrón en relación a la sacerdotisa, el joven soberano sentía que una furia asesina lo quemaba por dentro.

Amunet no estaba exenta de preocupaciones. Después de la reunión con los Guardianes Sagrados y lo ocurrido con Aknadin, temía que la decisión del faraón de hacerla su reina tuviese repercusiones negativas para él. En medio de aquella crisis, el rey necesitaba apoyo y unidad en su corte, por lo que su autoridad no debía ser cuestionada para lograrlo.

A pesar de estas tribulaciones, ambos habían caído en un sueño profundo y reparador, hasta que una angustiosa sensación los hizo despertar sobresaltados.

—¿Sentiste eso, querido? —indagó Amunet, observándolo con turbación en su mirada.

—Sí, no es nada bueno —confirmó el rey de Egipto, acariciando las mejillas de la joven con el pulgar para transmitirle tranquilidad.

Los dos se levantaron sin demora, se vistieron a la carrera y se asomaron al balcón de la habitación. La inquietud se reflejó en sus rostros cuando contemplaron una columna de luz saliendo de uno de los santuarios que albergaban a los monstruos de los Guardianes Sagrados.

—Ese es el santuario de Mahad —señaló Amunet.

—Tengo un mal presentimiento —comentó el faraón.

No se contentaron con quedarse allí para ser presas del desconcierto, sino que salieron a investigar lo que ocurría. Poco después, se encontraron con Mana, quien era echada a empujones de la entrada de los santuarios por un par de guardias, los cuales se postraron reverentemente ante la presencia del faraón.

—¿Estás bien, Mana? —cuestionó Amunet, ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse.

—Sí, gracias, Amunet —dijo la chica, poniéndose de pie con su ayuda.

—Dinos, Mana: ¿por qué viniste aquí? —indagó el soberano cuando hubieron entrado en el santuario.

—Sonará extraño, pero soñé que el que maestro Mahad estaba en problemas y juraría que dijo mi nombre —contestó Mana—. Pensé que, si venía aquí, podría ayudarlo.

—El Mago de las Ilusiones está brillando —indicó Amunet, señalando la imagen tallada en piedra que resplandecía.

—Mahad debe haberlo llamado para luchar —dedujo el faraón.

—Oh, no, pero vive dentro del alma de Mahad —dijo Mana—. Si lo pierde, mi maestro no podrá vivir en este mundo.

Sin pérdida de tiempo, el rey y la sacerdotisa tomaron un par de caballos y partieron en ellos, con Mana como acompañante del faraón compartiendo su cabalgadura. Estuvieron rondando por el desierto durante un rato, hasta que un pilar de luz surgido tras una colina les dio la pista que estaban buscando para encontrar el paradero del mago.

—Dime, parece que lo olvidamos. ¿Qué hay detrás de esa colina? —cuestionó el faraón hacia la joven maga.

—Es el campo de entrenamiento de los hechiceros —respondió la chica—. ¡Qué raro! ¿A qué iría Mahad a ese lugar?

—Pronto lo averiguaremos —dijo Amunet, azuzando a su caballo al mismo tiempo que el faraón.






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Memorias prohibidas [Yu-Gi-Oh! - Fanfic]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora