Costumbres que me atan a ti

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Querida Valeria:

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Querida Valeria:

Esta mañana he vuelto a hacer café para dos. Supongo que a ciertas alturas de la vida resulta imposible aparcar algunas costumbres, esas que, de añejas, cobran el mismo tono que las páginas de un libro viejo.

Después de arrojar la bebida por el desagüe, maldiciendo a mi conciencia no por olvidadiza sino por castigadora, me dejé arrastrar por la luz de tu recuerdo.

De pronto te vi cruzando el pasillo, aún somnolienta y con el pijama de flores, y me sentí afortunado, vibrante, más vivo que nunca. Luego abriste las ventanas y hablaste de la costa, de lo mucho que la extrañabas y de tu intención de volver allí por vacaciones. Siempre lo dejábamos para otro momento, probablemente desde la arrogancia que confiere dar las cosas por sentado.

Y busqué entonces tus fotos, envuelto en una sensación fértil, casi divina. Palpé con ternura la instantánea en que apareces vestida de azul, con el cabello revuelto por culpa de la brisa otoñal. Tu belleza sonreía descarada, sublime.

Ojalá pudiera sumergirme en esa imagen, trasladarme con urgencia al idílico color que te envuelve en ella. Daría todo por ser una de esas nubes a lo lejos, o los árboles que aparecen a tu espalda. Desde allí tal vez podría escuchar tu voz reparadora y, quizá con suerte, el aire me traería la fragancia de tu pelo.

Cuesta compartir estas ideas, no sólo porque los demás lo consideren un residuo senil, sino porque es imposible que alguien lo entienda.
Sólo tú podrías.

Hace unas noches soñé contigo y aparecías con tal nitidez que creí tocarte. Al comprobar que eras tú quien me visitaba, reparé en tus manos, conjuro ideal contra todos mis males. Pensé que había muerto, que de algún modo había desaparecido liviano, como perecen las cosas vacuas. ¡Y no me importaba! Por fin sentía que no estaba solo en el vacío, que al fin ese dolor concentrado en mis entrañas desaparecía.

Pero después comprendí con angustia que la realidad volvía a azotarme brusca. La frialdad de tu ausencia regresaba para martirizarme, gritando que tal vez me olvidaría de ciertas cosas, cosas importantes y necesarias. Que mi mente empezaría a distorsionarlo todo, incluso tu recuerdo.

Sé que este feroz remordimiento tiene que ver con mi ridícula tendencia a medir las emociones, como si el hecho de manifestarlas en voz alta implicara aceptar su fugacidad. Y aunque es probable que ya supieras todo esto, pues siempre fuiste capaz de adivinar mis pasos, sigo reprochándome tal torpeza.

Te echo de menos, muchísimo. Añoro tu abrazo por las mañanas y compartir la manta en el sofá. Extraño nuestras charlas, y también los plácidos silencios inmerso en tus ojos. Siempre fuiste el espejo en el que quise reflejarme, melodía perfecta que curaba abismos y grietas. Fuiste camino y fe, verbo dulce y leal abrigo, claridad proyectada en la sombra, insuperable tacto. Te preciso como si fueras lo único que conozco, lo único que importa.

Hay costumbres que no puedo ni quiero olvidar. Hay costumbres que me atan a ti con indescriptible arraigo, y ahora, envuelto en esta condenada confusión por los años, me pregunto qué puedo hacer mientras me sangran los sueños. ¿Qué va a ser de mí ahora que los perros aúllan por las noches y las plantas se marchitan? ¿Qué voy a hacer hasta que Dios me deje verte de nuevo?

La eternidad sólo me consuela si logro reconocerte cuando esté allí.

Por ahora, incluso entre la neblina que ofrecen estos días grises, lo único que sé, la única certeza a la que mi pena se aferra es que, mi querida Valeria, tu amor fue, es y será lo mejor que me lleve de este mundo.

Lo recuerde mañana o no.

Mis insolencias (Retratos y latidos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora