Capítulo 4

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Bianca.

Las sábanas sedosas acariciaron la piel desnuda de mi cuerpo mientras combatía contra el dolor incesante de mi pie derecho. No podía moverlo, era imposible, el dolor se hacía más intento y ya no sentía mis últimos dedos. Don me los había cortado cruelmente con su cuchillo de sierra.

Con el suyo propio.

Y maldita sea como dolió.

Así era eso, si desobedeces la orden de tu señor puedes dar por hecho que cagaras la ofensa. Las reglas de la mafia son claras, ninguna de ellas deben ser rotas, yo lo hice pegando a mi hermana y casi matándola.

Así que tuve mi castigo.

Todavía en mi cama sentía como clavaba sus cuchillos en mis dedos y luego los tiraba al suelo. No pude hacer nada. Me sentó en su silla, amordazó y empezó a mutilar mis pequeñas extremidades.

¡Pero eso no se quedaría así!

Mi odio por ese malnacido solo hizo más que aumentar y solo una cosa cruzaba por mis pensamientos.

La venganza.

Mi vendetta contra Don sería mucho más planificada y cruel que todas las que él había ejecutado. Mucho más que mi sufrimiento ese día.

Estaba decidida y nada podía pararme.

Iba a meterte tan dentro de su vida que arruinaría todos sus planes, si fuera necesario ayudaría a la DEA a reunir pruebas contra él.

El mayor daño que podía hacerle era dejarlo muerto en vida en una prisión de alta seguridad. Porque matarlo sería demasiado sencillo, yo quería que sufriera. Después robarle todo su imperio, hacerme la ama y señora de su dinero y riquezas.

Y me daba igual morir en el proceso.

Suspiré.

A quién quería engañar.

No iba a poder hacerlo. Era demasiado difícil. Incluso si me preparaba por años. Antes de que pudiera dar un movimiento, él daría diez más. Pero, de alguna manera vengaría la mutilación de mis dedos.

La puerta de mi dormitorio se abrió de repente, de ella emergieron dos siluetas.

Una era la de Giovanni, su cabello negro y sus hombros anchos eran inconfundibles.  La otra no lo sabía, pero divisé un maletín de cuero, una calvicie adornando su cabeza y una bata blanca. Así que supuse que era el doctor. Don cerró la puerta con facciones impasibles y me dejó sola con ese desconocido.

—El señor Lobo me llamo de inmediato —comunicó él caminando hacía la cama —. Te examinaré el pie, puede que la herida se haya infectado. Eso no sería bueno. Estate quieta, el me cortara la cabeza si te hago daño.

Asentí sin energía.

Eché a un lado las sábanas y le tendí el pie para que lo observara con detenimiento. Primero desenvolvió la venda, después buscó en su maletín una especie de agua oxigenada y la vertió sobre la herida abierta de mi pie. El escozor y la picazón no tardó en llegar maltratando mi débil consciencia.

—Lo que me temía —anunció asustándome —. Necesitas puntos. Además, perdiste bastante sangre, por suerte paró a tiempo.

Maldito Don.

El doctor sin articular ninguna palabra más hizo su trabajo y se fue, no preguntó ni curioseó sobre él motivo que me llevó a perder mis dos dedos. Yo tampoco dije nada, me silencié y emití algún o que otro aullido de dolor cuando la aguja traspasaban mi piel ensangrentada.

Reyes de la Mafia ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora