24. Socorristas

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De lo que sucedió después en clase sólo recuerdo que nos dieron la tabarra recuérdandonos que al día siguiente iriamos a la exhibición aquella de aves rapaces. Eso, la mano de una y estrujando mi hombro al pasar a mi lado y la extraña sensación de que mis ojos, de alguna forma, lograban mirar de reojo hacia la izquierda, por más que yo me esforzaré en mirar hacia la pizarra en línea recta. Ese tira y afloja de mis pupilas y mi cerebro me dio un dolor de cabeza monstruoso.

De vuelta a casa, Pinilla y Zaera siguieron con su desastrosa táctica de primeros auxilios, qué consistía en decir lo imbécil que ERA Lucas. Pero ¿ en qué manual de socorrismo habían leído que un moribundo lo que necesitas que le pongan verde la piscina donde se ahoga? En ese momento yo no quería que me hablaran de Lucas, y menos aún que me hablaran MAL de él. Lo que yo necesitaba era A I R E, y llegar a casa para encerrarme en mi cuarto, así que a mitad del camino le di un gruñido a Pinilla, me puse los cascos y subi la música a todo volumen.

Pero cuando llegué a casa, aún con los cascos puestos, oí otra música a todo volumen. Me quité los cascos y grité: «¡¡¡ ABUELOOOO!!!» con todas mis fuerzas para hacerme oír por encima de su música, pero también para desahogarme, qué es lo que de verdad necesita un ahogado: des-ahogarse. Y al hacerlo, a gritar como una posesa, noté que entraba un poco, sólo un poquito de aire en mis pulmones medio encharcados.

Pero ni por esas. El abuelo no me oyó. Y cuando entré en el salón, pego un bote hasta el techo y se lanzó a todo correr a parar la música, pero se equivocó de botón y se logró cambiar el ecualizador. Entonces se puso a tocar botones del mando ( sospecho que si no subió más el volumen fue porque ya estaba a tope ) hasta que acertó por fin a dar al pause.

-Jodó, que susto me has dado, moñaca - me riñó -. ¿No sabes avisar antes de entrar?

Yo no tenía fuerzas ni para discutir. Tira la mochila al suelo, me dejé caer sobre el sofá y cerré los ojos. Si hubiera estado mi madre me había encerrado en mi cuarto, pero con el abuelo es distinto. Como él va a su bola, una siente que también puede ir a lo suyo, sin tener que darle cuentas.

Sin embargo, esta vez el abuelo no pasó de mí del todo. Me miró a achinando los ojos, torció el morro y sentenció:

- Lo que yo decía: una ostia del copón.

Yo respiré hondo, volví a cerrar los ojos y oír al abuelo trajinar con los mandos.

-¿Sabes lo que escuchaba, moñeca? - me preguntó.

-¿Algo de Julián hijo? - aventuré sin ganas.

Julián hijo mola. No lo he visto nunca, pero algunos de los mejores libros, discos, pelis y camisetas que han pasado por mi casa han sido idea o propiedad suya.

-¡Qué dices! Esto es mio - exclamó el abuelo, ofendido -. A la abuela le encantaba - añadió que así en voz baja, ir al decir « la abuela » señaló con la barbilla el dibujo a medio terminar que reposaba en la mesita.

Yo asentí con la cabeza, sin fuerzas para hablar. El abuelo cogido el mando y puso, esta vez a la primera, la canción que tronaba cuando entré en casa.

Cenar en unas notas al piano a todo volumen y, a la sexta nota, a mí ya me rodaban lagrimones por la cara. El abuelo hizo como si nada y, antes de que se oyera la voz del cantante, bajo el volumen para poder hablar me por encima de la canción, que era en francés.

Y entonces, mientras yo lloraba sin ruido, sin querer pero también sin querer evitarlo, me explicó que era la canción de un hombre que pedía una mujer que no lo abandonará;que en realidad no se lo pedía, se lo suplicaba; que prácticamente se arrastraba cómo un gusano y le decía que se olvidara de todo lo malo, qué haría lo que hiciera falta con tal de que se quedara con él, y que al final le soltaba: « Déjame que me convierta en la sombra de tu sombra, de la sombra de tu mano, la sombra de tu perro»; pero que la letra está mal porque tendría que haber dicho « la sombra de tu mano la sombra de tu perro la sombra de tu sombra», así, en ese orden, de más a menos, porque ser la sombra de la sombra de alguien es lo menos que se puede ser en esta vida, y lo siguiente ya es nada. Y mientras el cantante decía por millonésima vez «nemequitepa», el abuelo me dijo muy serio:

-Moñaca, nunca te conviertas en la sombra de nadie.

Y luego, con la urgencia de demostrar que no se había puesto tierno, se abrió la chaqueta como sin querer y dejó a la vista una nueva camiseta, donde ponía «No necesito Google. Mi hija lo sabe todo». Pero yo ni sonreí. Me había quedado flotando entre esos «nemequitepas» y esas palabras que me había tirado mi abuelo - otro socorrista de pacotilla - como quien lanza un salvavidas de esos naranjas y duros.

Y entonces vi, en una esquina de la camiseta del abuelo, una mancha. No era naranja salvavidas. La verde. Verde fosfo.

Croquetas y wasaps - Begoña OroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora