La Muerte

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Día 36

En el transcurso de la semana, Joan identificó a otros dos sujetos con tatuajes. Parecía que se multiplicaban como hongos en tiempos de lluvia, tan escurridizos entre la hiedra, molestándola a cada paso que daba.

Aquel día, siguió a uno de ellos hasta un pequeño parque. El sujeto se ajustó la entrepierna del pantalón antes de sentarse en una banca metálica a leer el periódico, resguardado por la amplia sombra de un árbol altísimo. Suspiró audiblemente, seguramente aliviado por encontrar un buen lugar donde esconderse del inclemente sol de medio día.

Joan, por su lado, se sentó en una banca cercana desde donde podía verlo de reojo mientras fingía esperar a alguien. Llevaba puesta su chaqueta de piel muy a pesar del calor que la acosaba. Estuvo tentada a quitarse la prenda para refrescarse un poco, pero decidió sufrir ese pequeño martirio a cambio de mantenerse práctica. El momento era perfecto como para dejar que un detalle tan soso interrumpiese su intención.

Y es que allí donde se habían detenido era una zona residencial, y el pequeño parque estaba rodeado de casas amuralladas que parecían darle la espalda a la arboleda. Además de ellos dos, solamente había una pareja jugando con dos niños alrededor de la única fuente en el lugar. A lo lejos, Joan podía escuchar sus risas y conversaciones acompañadas por el rítmico chapoteo del agua. Por lo demás, la zona estaba sola y en silencio.

Luego de varios minutos, cuando uno de los niños se cayó y comenzó a llorar, la familia se fue. Entonces, a Joan le invadió aquella indescriptible adrenalina que la empujaba a tomar acción. De forma inconsciente, cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y tentó con su mano el interior de su bota, donde se escondía una pequeña y filosa daga.

Lo planeó mentalmente; visualizó la escena por completo.

Iba a levantarse con calma, con la daga en su mano, iba a mirar alrededor para comprobar que no había nadie más e iba a avanzar hacia aquel sujeto en cuanto estuviese segura de que estaban solos. Iba a ponerse frente a él y le iba a preguntar la hora. Él bajaría su periódico y le echaría un vistazo al ostentoso reloj que llevaba en la muñeca derecha; iba a distraerse lo suficiente como para que Joan, en un movimiento certero, pasase la daga a través de su cuello, degollándole la suave piel como si de mantequilla se tratara. Iba a ver la sorpresa en sus ojos y la sangre salir a borbotones en cuanto él intentase pedir ayuda. Iba a escuchar aquel sonido líquido por dos segundos e iba a echar a andar con la misma calma con la que había llegado, alejándose de la escena con una nueva sensación de resolución y frialdad.

Sin embargo, en cuanto se hubo levantado, daga en mano, un auto dobló la esquina y se estacionó frente al sujeto. La callada rabia de Joan se disipó en cuanto dos pequeñas niñas bajaron corriendo del vehículo y se lanzaron a los brazos de aquel hombre, quien lanzó su periódico a un lado para recibir a ambas en sus brazos.

Joan frunció el ceño, congelada en su sitio.

Una mujer de anchas caderas bajó del vehículo y se acercó al sujeto con una sonrisa. Claramente feliz de verlo, lo besó en los labios y lo abrazó con ternura. Luego cargó en brazos a una de las niñas y le habló con dulzura.

Una mueca de disgusto y tristeza se cinceló en el rostro de Forley, quien bajó la mirada sin poder evitarlo.

¿Cómo? ¿Cómo es que él podía ser todas esas cosas al mismo tiempo; un matón, un padre y un esposo? ¿Por qué él, haciendo lo que hacía, tenía todo eso, y ella seguía siendo huérfana?

La falta de respuestas le dolió en el cuerpo.

Enojada, triste y confundida, guardó la daga en la bota y luego se marchó.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora