El Terror

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Día 279

Le tomó cuatro días y un pequeño resfriado cruzar el bosque hasta que, al amanecer, divisó una carretera. Se detuvo a pies de esta, mirando los autos pasar en ambas direcciones.

Como -según ella- caminó en línea recta al oeste, a la derecha se dirigiría al norte y a la izquierda se dirigiría al sur. De nuevo escogió la izquierda, lo más lejos posible de aquella maldita ciudad donde Alex dejó de existir. Caminó a un lado de la carretera, pero adentrada ligeramente en el bosque, protegida por la sombra de los árboles.

Fue hasta después del atardecer que estuvo a orillas de una nueva ciudad que, alumbrada por destellantes focos, se veía preciosa. No era mucho más grande que otras ciudades donde había estado, apenas y tenía edificios altos, tan pocos que Joan pudo haberlos contado con los dedos. No era una ciudad especial, seguramente no era capital de nada, pero parecía ser lo suficientemente grande para vivir en ella y pasar desapercibida. Sí, parecía un buen lugar donde comenzar.

Sopesó la idea de quedarse refugiada bajo los últimos árboles y esperar a la mañana siguiente para adentrarse en la ciudad; hubiese sido una gran idea, le hubiera ahorrado muchos problemas, pero decidió seguir caminando para ver si encontraba algo que saciara el hambre que de nuevo le debilitaba el cuerpo.

Tan pronto pisó el concreto de la acera más cercana, un mar de aromas le asaltaron la nariz. La arrugó, disgustada. Había pasado tanto tiempo en el bosque, rodeada de aire limpio y silencio, que recibió todo de golpe. Olía a smog, a alcantarilla y a basura; después le llegó el aroma de los platillos servidos en los pequeños restaurantes cercanos, el olor a cigarro y el aroma del perfume barato. A su oído llegó el estruendo de una motocicleta al avanzar, el chillido de unas risas y lo gutural de una voz masculina enojada.

Instintivamente miró a su alrededor, buscando la protección de Alex. Le brincó el corazón cuando se recordó que estaba sola.

Antes de permitirse suspirar, tragó saliva y miró de nuevo a su alrededor, observando con cuidado los caminos que llevaban a la parte trasera de los restaurantes. Tal vez allí habría algo de comida que pudiese engullir. El estómago le rugió con ansias, dejándole saber cuán vacío estaba. Hizo una mueca. Se dio cuenta que no era inteligente meterse a un callejón que no conocía a esas horas, la última luz que quedaba del atardecer se estaba esfumando ya.

Dio un pasito atrás para regresar al bosque, lo intentaría al día siguiente.

Pero el estómago le rugió de nuevo. Ya tenía enfrente la cena, ¿qué podría pasar? Sopesaba la idea cuando vio a otra chica en harapos meterse al callejón donde ella pretendía entrar. Agudizó el oído y escuchó a dos chicas hablar en el callejón. Dos chicas. Sonaba seguro; no confiable, pero seguro. De nuevo, ¿qué podría pasar?

Se tragó el miedo y avanzó con paso seguro hasta el callejón. Cuando todo estuvo oscuro, le dio un par de segundos a sus ojos para ajustarse a la falta de luz. Se acercó con cuidado para no asustar a nadie. Al fondo del callejón había dos chicas, la que iba en harapos y una que llevaba ropa rota. Ambas hablaban ya en voz baja y sacaban comida de un gran contenedor de basura, la ponían en un trapo sobre el suelo y la inspeccionaban para ver qué tan bien o mal estaba. En cuanto la vieron llegar, se pusieron a la defensiva.

La de los harapos sacó un cuchillo viejo y lo apuntó hacia ella. Joan se quedó quieta y levantó las manos ligeramente.

—Tranquilas —dijo, haciendo su voz suave y aguda—, solamente quiero comer algo.

La chica que le apuntaba con el cuchillo frunció el ceño.

— ¿Eres mujer? —preguntó.

Joan se llevó la mano a la cabeza y se alborotó el corto cabello.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora