La Duela

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Día 268

Pasó poco más de una semana antes de que Joan asistiera a su primer entrenamiento. Leo le dijo que primero se enfocarían en nutrirla para que recuperara el peso que -claramente- le hacía falta en el cuerpo. Y así fue, no costó mucho trabajo. Su cuerpo recibió alimentos y vitaminas como si de agua en tierra seca se tratara: absorbiendo sin rechistar.

Aquel día, Joan ya se veía muy distinta. Desde sus pómulos suaves hasta el tierno relleno en sus brazos y piernas, antes escuálidos. Un par de curvas incluso se insinuaron alrededor de sus caderas.

De igual forma, su piel tomó otro matiz. Del mismo color del café con leche, pero esta vez lucía más vibrante, como si hubiese cobrado vida. Las ojeras bajo sus ojos desaparecieron también, gracias a las buenas horas de sueño que disfrutaba ahora. Para ser breves: Joan era ahora una versión sana de sí misma.

Ese día asistió a su primer entrenamiento. Se levantó a las seis de la mañana -como todos los días- a correr un poco junto a las demás chicas. Por supuesto, su condición física no era tan buena como la del resto, pero aguantó el paso lo mejor que pudo. Al terminar de correr, fue junto a varias de ellas al gimnasio. Por primera vez, pisó la duela del cuadrilátero que tenían en medio de las instalaciones.

Danna subió con ella y le puso ambas manos sobre los hombros.

—Sonia es buena instructora —le dijo seriamente—, pero es fan de aprender sobre la marcha.

—Ay, Dany —dijo Sonia mientras subía al cuadrilátero—, no la espantes.

Sonia era una de las dos líderes, la última en golpear a Joan la noche de su bienvenida. Y, según le había explicado Danna, era la mejor peleadora de La Madriguera. Joan rió nerviosa. Danna arrugó la nariz hacia Sonia y se encogió de hombros.

—Solo le dije la verdad —sonrió.

Sonia le propinó un suave golpe en el hombro.

—Largo de aquí —rió Sonia.

Danna se marchó en medio de una risita traviesa y fue a ocupar uno de los aparatos del gimnasio. Sonia entonces miró a Joan de pies a cabeza sin ningún recato.

—Te ves mucho mejor —comentó.

—Gracias —sonrió Joan—. Me siento mucho mejor.

Durante esa semana, lo que Joan ganaba en peso lo ganaba también en seguridad. Ya no se sentía como la niña asustada y muda que llegó casi desnuda. Se sentía cada vez más confiada y a gusto. Se notaba en su caminar, en su mirada y el tono firme de su voz.

—Me alegra oír eso —respondió Sonia, amable y paciente como había demostrado ser.

Fue a una de las esquinas del cuadrilátero, recogió una maleta negra y la llevó hasta Joan. La colocó en el suelo y se puso de cuclillas para inspeccionar su contenido. Sacó entonces un par de guantes sin dedos, acolchonados de los nudillos, y se los puso con la maestría de haberlo hecho mil veces antes. Sacó un par de guantes idénticos y se los dio a Joan.

De un vistazo, Forley divisó que en la maleta también había rodilleras y coderas, pero Sonia ignoró todo eso, cerró la maleta y la aventó a un lado. Al ver que Joan no se ponía los guantes, Sonia lo hizo por ella. Mientras se los abrochaba, dijo:

—Usualmente, las novatas usan protección cuando comienzan a entrenar; pero luego de la forma en que recibiste la paliza de tu bienvenida, sé que no la necesitas.

Joan sonrió nerviosa, no era que le gustara recibir palizas.

—Bueno —Sonia dio un breve aplauso en cuanto Joan tuvo los guantes puestos—, enséñame cómo peleas.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora