El Instinto

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Día 181

Escuchó su nombre retumbar en las bocinas de la bodega, luego escuchó el estruendo que hicieron las chicas para animarla a subir. Sonrió, nerviosa. Se ajustó los guantes y estiró los dedos desnudos, luego se quitó la amplia sudadera que llevaba puesta y se la pasó a Ania.

Con los sentidos embotados, subió los tres escalones hacia el cuadrilátero; pasó con gracia entre las cuerdas y se colocó al centro. A la distancia, no a más de unos cinco metros, vio a Miranda levantar su vaso como en un brindis para ella. Allí arriba el ambiente era más abrumador todavía.

Los reflectores apuntados hacia ella le calentaban la piel, la combinación de aromas -de sudor y alcohol- le picaba la nariz y el ruido de los espectadores le abrumaba los oídos.

Oyó el nombre de su contrincante, pero estaba tan dentro de sí misma que no entendió. Solamente vio al grupo de chicas frente a ella vitorear y amenazarla con la mirada; nerviosa, tragó saliva. Su contrincante subió al cuadrilátero con la misma gracia y se plantó frente a ella con una sonrisita satisfecha, como si pudiese oler el miedo de Joan.

Forley respiró hondo. En ese par de segundos, le dio un repaso rápido a las notas mentales que había guardado en esos meses de entrenamiento. Los consejos de Pamela y las correcciones de Sonia. Lo tenía, recordaba las lecciones. Antes de darse cuenta, la campana sonó para dar inicio a la pelea.

Ambas chicas tomaron su distancia para evaluarse una a otra. En ese instante, en Joan se arremolinaron dos voces: Alex y Sonia. Sonia, que le decía que atacara porque a la otra chica le temblaban las rodillas. Y Alex, que le decía que fuese paciente porque atacar primero es perder. Tomó una larga bocanada de aire y tragó saliva.

Fue su contrincante quien se abalanzó primero, el brazo izquierdo cubriendo y el derecho listo para dar el puñetazo. Joan se cubrió con ambos brazos y recibió el golpe, empujó con el brazo izquierdo y dio un gancho al estómago, pero la otra chica lo bloqueó y le regresó el golpe a las costillas. Joan sintió el aire escapándosele del cuerpo. Tosió y se echó para atrás.

Intentaba analizar el momento, contar los pasos y armar una estrategia; pero el tiempo no le alcanzaba ni para hacer la mitad de esas cosas. La chica de nuevo se acercó a ella y fingió dirigir un puñetazo hacia su cara, por lo cual Joan se cubrió el rostro, pero, en realidad, aprovechó el error de Jo y le dio otro gancho al estómago. Si Forley no se dobló de dolor, fue pura cuestión de orgullo. Los pasitos que dio hacia atrás la acercaron hasta sus amigas, principalmente hasta Sonia.

— ¡Joan! —escuchó.

Miró a Sonia.

— ¡Lo que te enseñamos ya lo sabes, deja de pensarlo! ¡Observa! ¡Es cosa de instinto!

Joan asintió, no muy segura de haber entendido. Pero tampoco tuvo tiempo de analizar lo que Sonia le dijo, pues su contrincante se acercó rápidamente para propinarle otro gancho al estómago; o esa fue su intención. No lo consiguió porque Joan se cubrió de inmediato, la empujó y -sin que nadie lo viera venir- le atinó un puñetazo a la cara. La chica dio un par de pasitos atrás, sorprendida. Joan, asombrada de sí misma, volteó a ver a Sonia, quien asentía satisfecha. Levantó una ceja, como para decir «¿ves?». Con un suspiro triunfal, Joan comprendió a qué se refería Sonia. Instinto. Ya sabía lo que tenía que hacer, conocía la teoría, lo que sí y lo que no; ahora debía de dejarse llevar, confiando en que su cuerpo ya sabía lo necesario. Sonrió.

De nuevo, su contrincante se acercó a ella; pero esta vez con algo de vacilación en sus movimientos. Joan vio eso, por primera vez se dio cuenta de a qué se refería Sonia cuando le decía que las personas también se pueden leer. Lo veía claramente entonces: la forma en que sus pies titubeaban al avanzar y cómo sus ojos brincaban asustados a cualquier movimiento que Joan hiciera. Y ese fue el momento en que Joan fue consciente de lo que podía causar en las personas si se lo proponía; y fue ese el momento en que descubrió que, a decir verdad, le gustaba esa sensación. Sintió que por primera vez en su vida tuvo en sus manos el poder, ¿de qué? De muchas cosas. Era simple cuestión de averiguar para qué tanto le serviría esa aptitud recién adquirida.

Forley dejó que la chica se acercara de nuevo, incluso dio dos pasitos hacia atrás como para fingir temor. Sin siquiera proponérselo, el ruido embotado a su alrededor se volvió nítido; como si dejar atrás el nerviosismo le hubiese quitado una cubeta de la cabeza. Así que pudo escuchar el nombre que gritaba el equipo opuesto: Alma. El nombre de su contrincante era Alma.

Joan se detuvo para esperarla, y Alma avanzó como lo había hecho las veces anteriores. Intentó fintar de nuevo a Joan, y ya no le funcionó. Joan a su vez fingió que se cubría el rostro, pero cuando Alma bajaba el brazo para propinarle un buen gancho a las costillas, Forley arremetió con un puñetazo limpio al mentón y un gancho al estómago.

Alma se echó hacia atrás y tosió audiblemente. Joan aprovechó esos dos segundos de incertidumbre y se abalanzó hacia ella. Le propinó otros dos puñetazos a la cara y otro gancho a las costillas antes de que respondiera. Alma le regresó un fuerte gancho al estómago y luego un puñetazo al pómulo. Intentó hacerle más daño, pero Joan pronto aprendió a predecir su técnica. Después de eso, Alma no volvió a tocar a Joan.

En cambio, Forley se sumergió tanto en la pelea que lo único que veía era su propio cuerpo y el de su rival. Cada movimiento, cada detalle; todo nítido y en cámara lenta. Estaba completa e irremediablemente absorta en ese momento. No fue sino hasta que se encontró a sí misma en el piso, sobre Alma, que escuchó una campana y se detuvo automáticamente. Enseguida escuchó el vitoreo de sus compañeras y los aplausos de los espectadores. Jadeante, bajó del cuadrilátero.

Con el dorso de la mano se limpió la poca sangre que había brotado de su pómulo roto. Enseguida recibió un abrazo grupal, palabras de aliento y muchas, muchas palmadas en la espalda.

—Nada mal, novata —le dijo Pamela antes de chocar un puño con ella.

Sonia, a unos dos metros, simplemente la veía. Tenía la mirada de una madre orgullosa, tan satisfecha que no tenía ni palabras para expresarse. Solamente le sonrió y asintió.

Ese fue el primer día en que Joan caminó sintiéndose como un arma viva.

Y fue ese el último día en que su nombre pasó desapercibido.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora