La Cobardía

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Día 82

Después de aquella bala fallida, la noche se hizo eterna.

El temblor en su cuerpo la acompañó durante esas solitarias horas, evitando que se congelara bajo el rocío del amanecer. Sin embargo, esos mismos temblores le agotaron los músculos con el pasar de los minutos, dando como resultado un intenso dolor en todo el cuerpo al día siguiente; se sentía como castigo. Como si el dolor de cabeza no fuese suficiente, como si el cansancio mental no la agotara ya demasiado.

Cuando el sol estuvo lo suficientemente alto como para calentar las aceras en las calles, Joan salió de su escondite en el callejón y se encomendó por completo a la tarea de regresar a la estación de autobuses. Eso era todo, su oportunidad se había ido y no tenía fuerzas de buscar otra. Por lo menos no en ese momento; ya no tenía nada más que hacer en esa triste ciudad. 

Su determinación de viajar de regreso lo antes posible se hizo añicos en cuanto llegó a La Madriguera. Aunque no estaba en sus planes entrar de nuevo, lo hizo. Con movimientos automáticos, fue a su antigua habitación, arrojó su mochila al suelo y se dejó caer en la cama; dos minutos después ya estaba completamente dormida.

──•✧•──

La despertó un terrible dolor de cabeza. Las punzadas se extendían desde el centro de su frente hacia las sienes, y de ahí hacia atrás hasta la base de su nuca. Lo atribuyó a todo: el estrés, la caída y la falta de comida. Como para afirmar esa atribución, su estómago rugió audiblemente. Se retorció en la cama, molesta y frustrada. Con el movimiento, sintió que algo se le clavaba en la espalda. Estiró una mano y desenfundó su pistola.

Tendida boca arriba, con cara de haber recibido mil palizas, observó el arma con el desaliento de la noche anterior. La giró en sus manos, como si pudiese encontrar sobre la lisa superficie la respuesta de por qué su plan fracasó tan estrepitosamente. Suspiró. La tomó con ambas manos, apuntó al techo, puso el dedo en el gatillo y entrecerró los ojos.

—Bang —susurró, moviendo las manos hacia atrás como si hubiese disparado de verdad.

Entonces bajó el arma hacia sí y colocó el cañón junto a su sien derecha, apuntándose. Cerró los ojos y tomó aire, imaginando cómo sería. ¿Qué pasaría? Se quedaría allí tendida, abandonada por quién sabe cuánto tiempo. Sus sesos desparramados sobre el colchón, cayendo por el borde hasta el suelo.

Acumularía moscas, acogería insectos. Y todas esas criaturas que se alimentarían de ella lo saborearían en su carne: el miedo, la cobardía.

No podía permitirse eso. No había sobrevivido a tanto para terminar metiéndose una bala en la cabeza. Una humillante derrota no significaba el final.

Se sentó sobre la cama con las piernas cruzadas frente a ella y observó el arma en sus manos. Sacó el cartucho y revisó la cámara, contó las balas que tenía y luego puso todo en su lugar. Se levantó con desgano y de nuevo guardó el arma en su espalda baja. Soltó un largo suspiro y gruñó por lo bajo.

Basta. Estaba harta, quería ir a... ¿casa? Hizo un puchero.

Se echó la mochila a los hombros y salió de la habitación. Se deshizo de la idea de pasearse por el lugar; si se quedaba más tiempo, seguramente tendría otro colapso que la guiaría por pensamientos negativos otra vez. Y no estaba de humor para sentirse peor.

Se encaminó entonces, regresando sobre sus pasos. De La Madriguera al centro, del centro a la farmacia, de la farmacia al mercado y del mercado a la estación. Poco después de medio día, y después de un exhaustivo trabajo mental para encontrar en el mapa la ciudad indicada, ya estaba sentada esperando su transporte. Poco antes del anochecer, lo abordó arrastrando los pies.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora