La Rabia

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Día 83

No vivir al ritmo del resto del mundo le daba a Joan muchos problemas.

Ignoraba cómo funcionaba la mayoría de las cosas. El autobús que la llevó hasta esa horrible ciudad, por ejemplo; o cómo el tiempo funcionaba de distinta manera dependiendo de cómo te movieras en él. Sabía que iba a llegar más rápido si iba en un autobús en lugar de caminar hasta allá, ese era el punto; pero no se imaginaba lo rápido que podía ser. En su cabeza, calculó que llegaría -tal vez- la noche siguiente. Calculó así porque eso era lo que le convenía, y calculó mal. Ya debajo del transporte, resopló.

Miró a su alrededor: a la gente que se dispersaba dentro de la estación a la que habían llegado y se mezclaba entre la multitud que esperaba su turno para viajar. Detrás de las largas filas de bancas metálicas, un enorme reloj que le daba la bienvenida desde la pared marcaba las 5:30 de la mañana. Carajo, todavía ni amanecía. Respiró hondo. Seguro podría encontrar algo en que pasar el tiempo provechosamente.

Caminó detrás de las personas que salían de la estación y pronto se encontró fuera de las instalaciones. Miró detrás y absorbió en su memoria todo lo que pudo del lugar: su fachada, los viejos edificios aledaños, las anchas escaleras que llevaban adentro y el feo color mostaza desgastado que se caía a pedazos de las paredes. Supuso que no sería difícil de encontrar cuando tuviese que volver.

A su izquierda, un montón de taxis hacían fila para recoger a sus pasajeros. La idea de abordar uno que la llevara al centro de la ciudad cruzó por su mente, pues se sentía adormilada y cansada por el viaje. Pero no, no podía gastar más dinero. Sin embargo, sí debía ir al centro; desde ahí, desde la plaza, podría identificar fácilmente el camino hacia La Madriguera y, tal vez, podría tomar ese punto de referencia para aventurarse hasta la bodega donde solía pelear junto a las otras chicas. Era una posibilidad remota, pues probablemente no recordaba el camino tan bien como pensaba.

Aquellas noches en que sirvió de guardaespaldas a Miranda parecían extremadamente distantes ahora; se sentía como si hubiese mudado de piel, dejando atrás amistades y pensamientos que ya no tenían cabida en su persona. Bostezó y sacudió la cabeza, ahuyentando el sueño como mejor pudo.

Cerró su chamarra y metió las manos en los bolsillos en cuanto el frío de la madrugada comenzó a quitarle el calor que había recolectado en los músculos durante su estadía en el autobús. Fue al inicio de la fila de taxis, donde un hombre de uniforme y abrigo grueso terminaba de meter las maletas de una familia en la cajuela del auto. El conductor, un hombre bajito y delgado, encendió el motor mientras se frotaba las manos para entrar en calor y enseguida avanzó para tomar su ruta. Joan se acercó al hombre del abrigo y saludó:

—Buenos días —dijo.

El sujeto se frotó las manos enguantadas y asintió con la cabeza.

—Buenos días —respondió con la voz estrangulada de frío.

Él se tomó el tiempo de recorrer a Joan con la mirada, asombrado de verla tan tranquila en medio del frío de la madrugada y con ropa tan delgada.

— ¿No tiene frío, señorita? —preguntó, tiritando.

Joan entonces se echó un vistazo: botas, jeans, una camiseta y encima una chamarra de piel sintética que lucía mejor de lo que calentaba.

—Uh... estoy acostumbrada —se encogió de hombros.

El hombre sonrió.

—Pero qué suerte.

Joan sonrió por cortesía. ¿Suerte?

— ¿Va a tomar un taxi? —agregó el hombre, señalando al siguiente auto en la fila.

—Ah, no —respondió Joan—, no puedo gastar más dinero. ¿Podría decirme cómo llegar al centro?

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora