El Precio

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Día 278

Durante el terrorífico trayecto, Joan recapituló todas las decisiones que la llevaron a estar prisionera en esa camioneta.

Tal vez hubiese sido mejor quedarse con la familia de María, quizás que la ofrecieran sonaba peor de lo que en realidad era. Quizás debió haber ido al este. Tal vez debió haber esperado hasta la mañana siguiente. O quizás, para empezar, debió haber disuadido a Alex de robar ese estúpido banco. Mejor aún, tal vez debió negarse a formar parte de esa maldita pandilla. A lo mejor, de haberse quedado solos aún estarían juntos.

Pero ya no importaba. Todo había pasado como tenía que pasar, para bien o para mal.

Luego de un largo rato, la camioneta se detuvo. Las chicas que habían dejado de llorar, comenzaron a hacerlo de nuevo, presas del pánico. Joan escuchó cómo abrían las pesadas puertas traseras de la camioneta y luego quedó brevemente cegada por las intensas luces del lugar donde ahora estaban.

El mismo grupo de cinco hombres que las había emboscado al principio se encargó de bajar a todas de la camioneta. A Joan la tomaron por los pies, la arrastraron fuera de la camioneta y, al igual que hacían con quien se resistiera, la dejaron caer al suelo sin cuidado alguno. Sintió el golpe en las costillas. Enseguida la pusieron de pie y la cargaron de nuevo sobre el hombro de alguien, quien la llevó dentro de una bodega amplia y la dejó caer junto al resto de las chicas. Se irguió con dificultad para poder observar a su alrededor.

La bodega tenía techos altos y estructuras metálicas. Estaba limpia y olía bien, así que Joan supuso que lo que estaban haciendo no era nada al azar. No era la primera vez que secuestraban a un puñado de chicas y tampoco sería la última, se dedicaban a eso y, por la apariencia del lugar y la ropa de marca que todos llevaban puesta, les iba muy bien en el negocio.

Joan detuvo su línea de pensamiento cuando reparó en que había un chico, más o menos de su edad, atado a su lado. Se miraron. Joan, confundida; él, aterrado. Cuando terminaron de bajar a todas las chicas, los hombres se pusieron alrededor del grupo de jóvenes, sus brazos cruzados sobre su pecho. Entonces Joan reparó en otro grupo de hombres que estaba sentado alrededor de una mesa, al fondo del lugar. Los tres soltaron una carcajada, tiraron un montón de cartas sobre la mesa y se levantaron tranquilamente. Se acercaron a ellas mientras pulcramente se abotonaban los sacos y de inmediato las miraron detenidamente, analizándolas, evaluándolas.

El más viejo, cuyas canas le volvían la cabeza blanca, se quedó atrás, observando desde una distancia considerable. El más joven era tan solo un niño, tal vez de la edad de Joan o quizás de la edad de Alex, era difícil decirlo; él se quedó dos pasos frente al más viejo, observando con cuidado. El otro, quien se acercó hasta ellas, debía tener cerca de cuarenta años. Al igual que todos los demás, vestía un pantalón sastre y una camisa holgada a juego debajo del saco.

Se inclinaba impertinentemente ante las chicas, las tomaba de la cara, les tocaba el cuerpo e incluso se hincó para olfatear a algunas. Cuando llegó ante Joan, se hincó para mirarla de cerca.

—Es una chica —dijo uno de los hombres alrededor—, quién sabe qué le pasó a su cabello.

—Hmm —murmuró el hombre frente a ella.

Le tomó el rostro y lo ladeó para verlo desde todo ángulo posible. Le estrujó los pechos, uno a uno, mientras ella contenía la respiración.

Luego pasó a admirar al chico junto a ella. Lo tomó por el cabello para analizar su rostro, le revisó el mentón y luego le estrujó suavemente la entrepierna.

Fue a revisar al resto y, cuando terminó, estiró una mano y uno de sus hombres le puso una pistola en ella. Joan comenzó a sudar frío.

—Les recomiendo que se queden quietas, podría equivocarme si se mueven —dijo con voz suave.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora