Juicio Callado

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Día 137

Seguro que pasaba de la media noche. Por eso los párpados de Joan le caían pesados sobre los ojos enrojecidos. Por eso se esforzaba por solamente dormitar, huyendo del sueño profundo del mismo modo que evitaba bostezar. No podía darse el lujo de quedarse dormida, no con esos tres extraños durmiendo a cinco metros de ellas.

Amelia también hacía su mejor esfuerzo por permanecer alerta, aunque el sueño la vencía de vez en vez; en ese instante, por ejemplo, estaba dormida. Joan casi la envidiaba, mantenerse despierta era tan extenuante como huir de su propia sombra.

La mente de Joan divagaba por aquí y por allá, manteniéndose ocupada para hacer a un lado el cansancio. Pensaba todavía en La Madriguera, en todas las chicas que quedaron atrás. Si hubiese sabido que no las volvería a ver, seguramente hubiese actuado distinto. Tal vez hubiese hecho las paces con Danna mucho antes, hubiese reído más con Pamela o hubiese pedido más consejos a Sonia. Pero ya no importaba, el pasado se le escapó entre suspiros y no había nada que hacer al respecto.

Justo en ese momento se aferraba al presente, esperando poder despertar con calma, acompañada por el canto de las aves al amanecer. Pedía en silencio que sus sospechas fuesen solamente eso, parte de su miedo y paranoia. Pero esas livianas esperanzas se quebraron pronto como hojas secas. Casi las sintió caer sobre su fría mejilla. Se rompieron junto al silencio, debido al ruido que hizo uno de los jóvenes al levantarse con cuidado del suelo.

Joan esperó a que las pisadas se alejaran, pero no lo hicieron.

Hizo de tripas corazón cuando las escuchó cada vez más cerca de sí, cada vez más cerca de Amelia. Se controló lo mejor que pudo y continuó respirando con suavidad, se removió un poco y aprovechó el movimiento para tomar el cuchillo que mantenía debajo de su mochila, la cual le servía de almohada. Aferró el mango de éste en silencio y se mordió la lengua. Pensó en lo tonto que había sido dejarse la pistola en el cinturón, atrapada entre el suelo y su cuerpo.

Las últimas dos pisadas sonaron junto a ella. Sintió una mano en su pierna; se quedó estática.

La mano subió por su muslo y hasta la curva de su cadera, le acarició el abdomen y suavemente estrujó su pecho. Fue suficiente, la sangre le hervía a Joan en las venas al mismo tiempo que su cuerpo se le enfriaba de miedo. El tacto la regresó a aquel horrible momento en la bodega de Jair, a esos llantos y jadeos, al terror y al trauma. No, no iba a permitir eso...

Sin embargo, se tragó el impulso que le urgía sacudirse el cuerpo. Siguió respirando con la mayor calma de la que fue capaz y fingió despertar. Fingió también que se desperezaba, curiosa. Con voz pastosa, preguntó:

— ¿Qué haces?

Pero su pregunta fue tan inocente y su voz tan dulce que el muchacho, a quien no podía ver claramente, rió por lo bajo.

—Nada —respondió.

El tono de su voz reflejó la mueca maliciosa de sus labios. ¿Bastaría con pedirle que la dejara en paz? ¿Bastaría con pedirlo por favor?Joan dio un codazo ligero como advertencia.

—Déjame en paz —pidió.

A cambio, el muchacho dejó caer su cuerpo sobre ella, atrapándola contra el frío césped. Joan ni siquiera pudo protestar antes de que el sujeto le pusiera una mano sobre la boca, callándola.

—Calladita, calladita —dijo él.

Joan casi se desconectó de su cuerpo a voluntad. Ignoró el asco que le provocaba aquel tacto y se deslindó del pánico que le provocaba sentirse aplastada. Tenía que pensar fríamente o podría salir perdiendo. Afianzó con más fuerza el mango de su cuchillo, tanto que le dolieron los nudillos y se le acalambraron los dedos. La respiración se le salió de control, presa del miedo.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora