La Querella

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Día 112

Tuvieron que pasar varios días para que se decidiera a asistir a aquel infame bar, insegura de lo que podría encontrar allí; peligros y personas incluidas.

Durante esa semana, Noé se empeñó en hacerla cambiar de opinión. Le ofreció consejos que, a esa edad, Joan consideró inútiles; le sugirió ir a probar suerte a un refugio para señoritas donde podrían proveerle de hogar y un oficio, le comentó de un pequeño restaurante que buscaba meseras, de una conocida que necesitaba costurera y de un comedor público donde también ofrecían clases gratuitas. A todo esto Joan dijo que no, estaba decidida a encontrar a los hombres de los tatuajes extraños; peor aún, estaba resuelta a desquitar en ellos toda la rabia que le ardía por dentro desde niña.

Si era justo o no, inteligente o no, eso no lo sabía ni se lo preguntaba. Joan Forley era una jovencita de catorce años enojada, herida y hábil; y estaba cansada de sentirse una víctima. Estaba por convertirse en voz.

Con el transcurso de los días, la noche comenzó a ser un manto de seguridad. Si unos meses atrás le había temido debido al abandono, ahora la esperaba como si solamente bajo las estrellas pudiese extender las alas. Resultaba además que la noche justificaba su anonimato, bajo su cabello negro y envuelta en su ropa oscura, Joan era una mera sombra más que se deslizaba por las calles. Le gustaba, poco a poco se acostumbraba a ello.

Aquella noche fue la primer prueba a su determinación. Noé le había dado pocas indicaciones para llegar a La Querella, pero fueron suficientes dado el luminoso letrero rosa que anunciaba el lugar. La fachada no era nada extraordinario, seguramente para muchos pasaría inadvertida y tal vez ese era su propósito.

Para empezar, la pintura color caoba se caía a pedacitos de lo vieja que estaba. La puerta lucía viejísima, de madera desteñida que portaba estrías gracias al tiempo. Probablemente rechinaba en cuanto el hombre que la custodiaba la empujaba hacia adentro. Y hablando de aquel hombre... a Joan le flaqueó el espíritu rebelde. De piel morena y quizás metro-noventa de alto, aquel sujeto bien podría pisarla por accidente.

Pensó mejor su estrategia y decidió esperar un rato, observar cómo se manejaban las cosas por ahí y aguardar su oportunidad para salir victoriosa.

Se plantó al otro lado de la calle, bastante lejos como para no levantar sospechas y lo suficientemente cerca como para entender cómo funcionaba el lugar.

Pasaron casi treinta minutos y varias personas habían entrado ya al establecimiento. Las que no entraban de inmediato se quedaban allí afuera charlando animadamente. El problema radicaba en que todos parecían conocerse entre sí, se saludaban con una sonora palmada o besos en las mejillas, todo con tanta familiaridad que no podían ser extraños pasando por allí. Entonces su anonimato se convirtió en desventaja.

Y bueno, sabiendo que tenía las de perder, dio un respiro profundo para armarse de valor y se encaminó hacia la entrada.

Apenas formulaba en su mente su saludo cuando vio que un grupo de personas se arremolinaba junto a la puerta para entrar. Apresuró el paso y se mezcló entre ellos con la cabeza ligeramente agachada, esperando pasar desapercibida. Pero no lo logró.

—Alto ahí —escuchó y enseguida sintió una enorme mano sujetarla por el hombro.

Sintió la adrenalina recorrerle el cuerpo.

—A ti no te conozco —dijo la voz.

En cuanto Joan miró más allá de la mano que la sujetaba, vio al hombre moreno que custodiaba la entrada.

Sip, definitivamente era altísimo. Joan probó suerte y dijo:

—Ah, me esperan adentro.

El hombre se cruzó de hombros frente a ella, con la mirada escéptica de alguien que ha escuchado respuestas tan obvias como esa por mucho tiempo.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora