Franco

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Día 284

El primer mes sin Alex, Joan perdió su voz casi por completo.

Se quedó allí con María y su esposo: Víctor. Eran una pareja tranquila y armoniosa la mayoría del tiempo. Llevaban doce años de casados y tenían tres hijos, todos varones. Se dedicaban a la agricultura y el ganado, tenían una pequeña granja de la que cuidaban junto a sus vecinos.

A María le gustaba bordar manteles por las tardes para luego venderlos en el mercado los fines de semana, era ella quien administraba lo concerniente a las cuatro vacas y dos toros que tenían. Víctor trabajaba de carpintero por las tardes, arreglando lo que fuera que se hubiese descompuesto aquel día.

Los niños eran pequeños, el mayor de diez años y el pequeño de tres. Juguetones, curiosos y parlanchines, alegraban los días de Joan sin siquiera percatarse de ello. Y aunque ella sabía todo esto, debido a su silencio nadie sabía nada de ella.

Además, gracias a su cabeza casi afeitada y a su ropa holgada, nadie se percató jamás de que Joan era en realidad una niña. Se limitaba a hablar solamente si era necesario y no decía nada más que "gracias", "sí", "no" y "por favor", usando siempre la voz más grave y rasposa que podía encontrar.

Gracias a la privacidad que le daban, porque entendían que había pasado por un trauma, podía bañarse a solas y proteger así su identidad. Además, se empeñó en moverse y comportarse como un niño de la calle, casi como lo hubiera hecho Alex de haber estado allí. Mantenía quietas sus caderas, se jorobaba de vez en cuando, caminaba con el compás abierto y abría las piernas al sentarse.

Los hijos de María y Víctor le dieron un nombre. Durante ese mes, su nombre fue Franco. Ignoraba por qué. También se hizo amiga de Coronel, el perro que le había gruñido el primer día. Era un can bastante inteligente y Joan disfrutaba de caminar con él por el bosque. Pero no era que tuviera mucho tiempo libre.

Luego de que recuperara el color de su piel y se aliviara de una fiebre que la invadió los primeros tres días, la familia ocupó la presencia de Joan como si de un obrero se tratara. Ayudaba en las labores del hogar y de la granja. Se levantaba temprano para dar de comer al ganado, a las gallinas y regar las plantas que María sembraba continuamente. A medio día ayudaba a cargar el heno que los vecinos traían de quién sabe dónde, más tarde ayudaba a lavar los platos de la comida, al atardecer arreaba a las vacas de vuelta al granero y de noche cargaba la leña para alimentar la chimenea. A Joan le agradaba hacerlo, le daba un propósito. Y le daba el derecho de comer, también. Gracias a su trabajo podía comer tres veces al día, bañarse a diario si quería y dormir en un catre junto a la chimenea todas las noches. Eso era mucho más de lo que había tenido en los pasados años. Eso y la compañía, sobre todo la compañía.

A pesar de que no lo parecía, Joan ponía atención a todo lo que la familia hacía. Escuchaba las bromas tontas de los niños, las lecciones de Víctor y María, y las historias de los vecinos. Por ese mes, disfrutó de la jornada diurna, pues eso le garantizaba ocupar su mente en el trabajo, la familia que la había acogido y lo positivos que eran todos.

Por ese mes, le temió a la noche. Era bajo la luz de la luna que volvía a sentir ese profundo hueco en su cuerpo, el dolor de la pérdida y la nostalgia. Algunas noches lloraba, otras noches simplemente se quedaba quieta como si estuviese escondiéndose del fantasma del luto. Como María y Víctor se daban cuenta de esto, varias veces osaron preguntarle qué le había pasado. Hubo ocasiones en las que Joan formuló todo en su mente, lista para sacarlo todo, pero un nudo en la garganta le impedía articular cualquier palabra y las lágrimas en sus ojos la cegaban de pronto. Entonces María o Víctor, quien fuera que le hubiese preguntado, la abrazaba y se disculpaba. Fuera de eso, Joan se sentía muy cómoda viviendo allí.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora