Norte

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Día 138

En esa ciudad tan podrida era difícil decidir a donde ir.

A pesar de lo nerviosa que estaba, Joan no quiso irse de inmediato; valía la pena esperar a ver quién salía de todo ese desastre. Hizo que Amelia caminara a su lado durante todo el trayecto hasta el centro de la ciudad. Creía firmemente que, si alguna de las chicas salía libre de La Madriguera, tal vez también iría por ahí a buscar a alguien más.

Constantemente escuchaba esa vocecita en la cabeza que le decía que no era inteligente andar a solas por ahí, ¿qué pasaría si alguno de los asnos seguidores de Jair las encontraba? Esta vez no habría nadie que la... comprara y la sacara de esa bodega. Se sacudía el pensamiento de la mente cada vez que este la invadía, pero miraba por encima del hombro al caminar y estaba tan alerta que le dolía el cuerpo por la tensión en sus músculos.

En varias ocasiones tuvo la intención de regresar sobre sus pasos y volver a La Madriguera. Quería ver a las demás, quería saber qué pasaría con todas. Quería saber si quedaba alguien que la acompañara, además de la temblorina de Amelia. Tal vez alguien que le infundiera el valor que necesitaba en lugar de contagiarle el miedo.

En cuanto llegaron al centro de la ciudad -más que conscientes de que solo se necesitaba un poco de mala suerte para meterse en más problemas-, Joan se encargó de buscar un buen lugar que las refugiara y les diera una buena vista de toda la plaza. No tardó en encontrarlo: una jardinera frente a un edificio, de arbustos descuidados y alfombrada con una delgada capa de basura que los transeúntes seguramente descartaban en ella sin remordimiento alguno.

Llevó a Amelia hasta allí y se instalaron en medio de los arbustos. Hicieron de lado algunas envolturas y envases sucios para poder acomodarse bien sobre el césped. Joan dejó las mochilas en el suelo y suspiró. ¿Qué iba a hacer si nadie aparecía?

De la nada, Ame comenzó a sollozar y se abrazó las piernas. Aunque Joan tomó aire para consolarla con sus palabras, nada salió de su boca. No había nada que decir, ella misma también necesitaba consuelo -o guía.

En sus piernas podía sentir el amanecer que se acercaba, el frío comenzaba a colarse de entre la tierra y le calaba ya hasta los huesos. Intentó recordar qué hora marcaba el reloj la última vez que lo vio, pero nada certero le llegó a la mente. Solamente recordaba que no era tan tarde en la madrugada. Y si ya iba a amanecer, bueno... el tiempo se maneja de formas extrañas. Ojalá esos días anteriores hubiesen durado más, ojalá jamás hubiesen acabado, ojalá estuviese por despertar para ir a entrenar.

Sintió el nudo que se le formó en la garganta: le exigía llorar. Pero Joan no podía darse el lujo de desmoronarse en una posición tan vulnerable, físicamente hablando. Ya era suficiente que Amelia estuviese híperventilando a su lado.

Necesitaba enfocarse, regresar su mente a un punto neutro que la refugiara del espiral que amenazaba con engullirla. Así que abrió las mochilas frente de sí y comenzó a urgar en ellas para decidir qué podía seguir cargando y qué no. A su lado puso su mochila vieja -la que era de Alex- y se aseguró que su collar estuviese todavía allí. Lo sacó y se le quedó viendo por un largo rato. Lucía perfecto, tan pulcro como la noche que lo sacó de su cajita. Era, probablemente, la única cosa intacta que poseía. Ni su cuerpo, ni su mente ni su alma eran tan inmaculadas como ese pedacito de plata. Y qué pena.

Se lo colgó al cuello y siguió revisando las cosas. Se aseguró también de que su diminuto morral estuviese allí, conteniendo las únicas veinte monedas que poseía. De la mochila que había llenado de armas sacó un par de pistolas, un par de silenciadores, la mitad de los cartuchos y balas que había, y cuatro cuchillos de uso distinto. Se puso uno de los cinturones y se enfundó en los guantes más cómodos que encontró.

Joan Forley: Las Cosas Marchitas © [JF#0.5]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora