Océano || Shura x Aioria (3)

306 46 20
                                    

 Existía un debate sobre el color de los ojos de Aioria: unos decían que eran verdes; otros, azules; varios, la combinación de ambos. De pequeño hostigaba a Aioros preguntándole de qué color le parecían. «Azul verdoso —respondía por quinta vez. Sin despegar la mirada del libro y agregaba—: Son iguales a los de padre.»

Solía decir frases similares con frecuencia. Como que todos los hombres en la familia estaban hechos en la misma fábrica: altos, de melena rizada, piel aceitunada y mirada clara. En lo personal, poco le importaba. Nunca conoció a sus familiares, pero a Aioros sí. Él era el marco de referencia. Con quien se comparaba. Eran iguales. Lo único que los diferenciaba era el tono ligeramente más oscuro del cabello del mayor y la cinta en la frente. Aún así, resultaba tan fácil confundirlos por la misma persona.

Cuando era niño le agradaba que lo compararan con su hermano. Soñaba ser igual a él: fuerte, leal, optimista, valiente, pero eso fue antes de que escupieran en su memoria. La primera noche después de la muerte de Aioros, la gente zumbaba con sus lamentos el templo de Leo. Es una pena lo que vives, Aioria. Estamos aquí para ti, Aioria. Cuenta con nosotros, Aioria. Todas esas caras desconocidas, buscando congraciarse con él porque tenía rango. Porque le auguraban poder. Sin embargo, la pena dura poco y los intereses siempre prevalecen. La piedad, cuando es fingida, se agota. Al darse cuenta que no podrán conseguir una tajada del pastel, todos se marchan.

 Esa fue una de las tantas útiles verdades que aprendió de pequeño. La siguiente era lo increíble que la realidad podía ser moldeada, deformada y maquillada. En un momento, Aioros era un héroe. Al siguiente, un traidor. Pronunciar su nombre causaba horror. Recordarlo con cariño se volvió un sacrilegio. Por un tiempo, hablar pestes de él se convirtió en un signo de lealtad a Athena: el que más pudiera insultarlo, más fiel era, aunque nadie podía equipararse a Shura. El asesino del hereje.

Aioria observó ese cambio con terror. Conocía a su hermano. No pudo haber intentado asesinar a Athena. Tenía el corazón puro y sin rastros de maldad. Debía dejarlo en claro, porque era su deber. Porque Aioros había sido su única familia y nadie puede meterse con ella sin pagar las consecuencias. Cuando escuchaba a alguien ofenderlo, la mecha dentro de él se encendía. El león despertaba del ensueño. Hambriento, rugía para después mostrar garras y dientes. La muchedumbre quedaba espantada y la simpatía se volvía desprecio. ¿Has visto cómo se comporta el hermano del traidor? Es una bestia. De seguro algún día tratará de matarnos a también.

Esos fueron los peores años. Lentamente, se quedó sin amigos. Mu se marchó del Santuario sin explicaciones, Shaka se encerró en Virgo y se tornó inalcanzable, Milo lo detestaba. Sólo Aldebarán perduró a su lado. No obstante, no quería abusar de esa amabilidad, del cálido hombro que le brindaba. Quizá era el ego que se rehusaba a salir de ese pozo oscuro sino era por sus propios medios. Siempre fue así desde niño. Cuando caía, se aguantaba las lágrimas y no dejaba que siquiera Aioros lo ayudara. Deseaba llevarse el mérito de levantarse solo. Afirmar con orgullo que jamás necesitó de nadie. Así terminó resistiendo en soledad los rumores, que se multiplicaron al crecer. La maldad es contagiosa. También la traición y ambas corren en la sangre. Estaba destinado a cometer los mismos pecados. Míralo, ¿acaso no luce igual al hermano?  Fue bajo esa premisa que el Patriarca le quitó todas los privilegios de su puesto. Las estrellas lo eligieron como el santo de Leo de esa generación, pero gozaba del mismo status que un soldado raso. Muchos de sus compañeros lo trataban con desdén. Como DeathMask, quien lo contemplaba con una malvada sonrisa ladeada o como Afrodita, que ni lo miraba de reojo. Aunque nada se comparaba a entrar a la cámara patriarcal. Se postraba frente al Gran Maestro y se esforzaba para mostrarse sereno. El único legado de Aioros fue la fama de desleales que los manchó a ambos y Aioria debía limpiar. Humillándose frente a los demás, permitiendo que su frente besara el suelo y aceptando toda misión insignificante o que le pusiera la vida en riesgo. Intentó ganarse el favor de los santos de plata y bronce porque los comprendía. Abogó por ellos ya que necesitaba un lugar a dónde pertenecer. Un sitio en el que lo trataron como un igual. Les mostró los límites de la jaula en la que vivían y trató de ser su protector. Así fue como conoció a Marin. Por un tiempo, hubo una ola de hambruna en cierto sector de la orden de bronce. Ante la falta de respuesta del Santuario, decidió actuar por sus propios medios: habló con varios restaurantes de Rodorio para convencerlos de donar alimentos a cambio de patrullas más frecuentes y ahuyentar a forajidos. Terminó siendo un éxito. Sin embargo, muchos de los santos beneficiados no paraban de odiarlo. Hace esto para que bajemos la guardia y pueda matarnos. De seguro busca asesinar a Athena como su hermano y quizá vaya por la cabeza del Patriarca. La maldad es hereditaria. Fue ese comentario que la japonesa escuchó ni bien Aioria les dio la espalda. Sin dudarlo, respondió a viva voz: «Si no fuera por él, no tendrían ni un pan que meterse a la boca. Imbéciles.» Leo volteó al instante. Pretendió no haber escuchado los comentarios, acostumbrado a ellos. Nunca hubiera esperado ser defendido. Al final, no fue capaz de olvidar lo rojiza que era esa cabellera, ni cómo el sol se ponía tras ella, haciéndola brillar. Marin fue su primera amiga. Su primer amor. Sin embargo, jamás pudo decírselo, quizá porque intuía que ella sentía lo mismo. Estaba convencido de no merecerla. No tenía nada que ofrecerle, excepto ser una mancha en su reputación. Excepto arrastrarla en el foso de la sangre. De las habladurías. De los traidores.

One shots de Saint SeiyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora