Cuando noviembre acabe || Seiya x Shun (2)

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Capítulo II: Diluvio de fuego

Los santos de Aries eran una caja de secretos.

Esa fue la primera conclusión a la que llegó Shun. La segunda es que el gusto por las construcciones bajo tierra debía ser heredado. Kiki los llevó hacia lo que quedaba de la casa ignorando los libros hechos jirones, las mantas mate quemadas a la mitad, las estatuas de Buda decapitadas, mancas y cojas. El niño se detuvo de repente. Shun afiló la mirada. Durante el recorrido, el suelo estaba chamuscado y barrían las cenizas con los zapatos. Sin embargo, el sitio donde Kiki se paró tenía un tenue tono marrón. Shun puso un pie encima. No había ceniza ahí.

Volteó hacia Saori y con la cabeza apuntó hacia Kiki que con el dedo brillante de polvo estelar, trazaba el suelo.

—¿Kiki? —preguntó la chica—. ¿Qué estás haciendo?

—Llevándolos a la biblioteca.

El niño se apartó, revelando un dibujo de su constelación. Un vaho comenzó a emitirse. El polvo se volvió líquido y chisporroteó como el aceite al freír. Algunas gotas salpicaron.

Vino el temblor.

Kiki corrió hacia ellos. Shun y Saori lo escudaron. El cuadrado donde antes dibujó no estaba. Un extenso crujido llegó acompañado por un crepitar parecido al de la leña al arder. Los tres elevaron sus cosmos y permanecieron inmóviles hasta que el suelo volvió a ser seguro. Kiki se abrió paso, agachándose hacia el cuadrado que se había convertido en una puerta redonda. En el medio, un picaporte con forma de carnero se encontraba. Shun notó los ojos rojos brillantes con acabados rectos; eran rubíes tallados.

El animal mordía un anillo. Kiki lo tomó y abrió la puerta, revelando una oscuridad amenazante.

—Síganme.

Les esperaba una escalera angosta y empinada. Si pisaban mal, podían partirse la cabeza. Kiki bajó de un salto. Al aterrizar, chasqueó los dedos y las antorchas se iluminaron una a una. Por su parte, Shun descendió con precaución al igual que Saori. Creyó que encontraría un sitio cubierto de polvo y alimañas, plagado por el hedor del moho. Lo halló limpio y sin signos de vida excepto el de ellos.

Kiki dio vueltas a la izquierda. A la derecha. Siguió de frente por una buena parte del tramo. Además, no dudó cuando el camino principal se bifurcó. Shun rozó las paredes lisas, hechas de piedras extraídas y unidas como rompecabezas. Las pisadas rebotaron, arrastradas por corrientes frías como las del norte de Grecia en invierno. Algunos pasadizos eran rectangulares y se debían caminar en fila india. Allí abundaban las estalagmitas y el techo era tan bajo que se cruzaba agachado. Al adentrarse un pasillo, delante había otro envuelto en más oscuridad. Shun miraba todo con cierto recelo y asombro. No le sorprendería si el sitio excediera la extensión de Aries.

Esperó alguna zona cuadrada en el suelo. Tal vez una puerta falsa. Quizá más túneles. Kiki se detuvo frente a una pared, tan lisa como las otras excepto por un pequeño hueco en una de las piedras. Shun miró el collar del niño; tenía un cristal rojo que no paraba de parpadear.

—Lo he visto antes —le dijo—. Saga lo tenía colgado mientras peleaba con Seiya.

—Mi maestro se lo quitó después de que el señor Saga falleciera. Le perteneció al primer santo de Aries y primer regente del Santuario. —Kiki se sacó el collar y lo puso frente a su rostro—. Siempre regresa a su dueño.

El niño estaba parado con la espalda recta y una expresión neutra. Su ropa había perdido el estilo casual del uniforme de entrenamiento y usaba un suéter crema de lana, demasiado grueso para los treinta grados que hacía. Sin contar que sus ojos vivarachos se opacaron. Shun tuvo que contener el impulso de ofrecerle consuelo, pues no lo encontraba ni para sí mismo.

One shots de Saint SeiyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora