CAPITULO TRECE.

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Habían pasado dos semanas desde la partida de los chicos. El mes de febrero ya había llegado y cada día me sorprendía aún más lo rápido que se estaba pasando aquel viaje. Lo que más detestaba era saber que, en menos de dos meses tenía que volver a mi rutina diaria en Buenos Aires, cosa que ahora odiaba. Tener que enfrentarme de nuevo a mis padres, a Bautista y volver a ver a mis amigos después de tanto tiempo sin siquiera habernos hablado en estos meses que habían pasado.

Con el rubio habíamos intercambiado muy pocas palabras durante aquellos días. Él había comenzado a trabajar y casi ni tenía tiempo para que pudiéramos hablar, al igual que yo, que seguía con mi rutina actual.

Después de haberse despedido de mí en el hotel, había comenzado a seguirme en Instagram, y a veces comentaba alguna que otra historia que me dignaba por subir, porque no solía ser una persona demasiado adicta a las redes, todo lo contrario, trataba de evitarlas constantemente. 

En el pueblo de Mammoth Lakes había dejado de nevar hacía algunos días, mis amigos estaban felices porque no eran fans del invierno como yo lo era. A mí me encantaba, desde que tenía memoria disfrutaba de ir a lugares que tuvieran nieve para poder revolcarme en ella o simplemente acostarme y poder hacer ángeles de nieve en el suelo. Actualmente no hacía eso, porque podía llegar a ser raro, pero si me encantaba ver los paisajes intervenidos por el blanco tan característico de aquella época, o simplemente salir a la calle y que estuviese todo cubierto de nieve.

Los amigos del rubio les habían recomendado a los míos algunas excursiones que si o si debíamos hacer antes de irnos de aquel lugar, por lo que aquellas semanas nos la habíamos pasado de motos de nieve, a parques temáticos pero de nieve, y muchísimas otras actividades más.

Aquel viernes por la tarde ninguno de nosotros había tenido que ir a trabajar por lo que decidimos salir a hacer una de las salidas que aún no habíamos hecho, pero que varios tenían muchas ganas de hacer. Luego de quince minutos de viaje bajamos del auto y comenzamos a caminar hacia la enorme pista de hielo. Si, imaginaron bien, habíamos venido a patinar sobre hielo. Una de mis actividades favoritas de la vida, además de comer y dormir, si es que se podían considerar como actividades.

Practicaba aquel deporte desde pequeña, nunca lo había hecho profesionalmente, sino que algunas de las distintas niñeras que tuve a lo largo de mi vida me llevaban a los shoppings de Buenos Aires que solían tener pistas, después del colegio, y podía llegar a pasarme horas allí sin que me aburriera.

Aunque hacía tiempo que no había vuelto a hacerlo porque con la universidad y el trabajo casi no tenía ni tiempo libre para mí, teniendo en cuenta que en aquellas oportunidades en la que si podía salir me la pasaba saliendo a boliches con mis amigos o simplemente yendo de compras con Martina y Leila.

Era una tarde preciosa, el cielo estaba completamente azul, sin ninguna nube interfiriendo en el camino y el sol radiante alumbraba y ayudaba a calentar un poco los cuerpos de todos aquellos que nos encontrábamos al aire libre.

Después de pagar las entradas por los cinco, fuimos en busca de nuestro calzado especial para patinar. Una vez que nos pusimos nuestras botas, comenzamos a caminar despacio para dirigirnos hacia la pista. La primera en entrar fui yo, seguida de Renu, Dante, Benja y Fer, estos últimos dos ni bien entraron se agarraron fuertemente de las barandas que había alrededor de toda la pista para no caerse, eran los únicos de nosotros que nunca habían hecho algo igual.

Rápidamente me posicioné al lado de Fer y comencé a darle algunas lecciones básicas de como moverse. Luego de varias, por no decir muchísimas caídas, finalmente comenzó a agarrarle el sentido a patinar, y a pesar de que aún prefería agarrarse de los costados o de mí, ya no le costaba tanto moverse. 

Quizás sea para SiempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora