Capítulo 19

2.9K 300 31
                                    


Disclaimer:
Las obras de Harry Potter ni sus personajes me pertenecen, son propiedad de J.K. Rowling. Sólo es de mi autoría la trama de esta historia y no autorizo su publicación, entera o parcial, en otro sitio sin mi consentimiento.
Christian McKinley y Elisa Eldestein son personajes de mi propiedad.

Criaturas que no existen, colores chillones y alocadas ideas sobre cacería de estúpidos animalejos. Tardes recostado en el césped ensuciando sus túnicas caras y comentarios absurdos en respuesta a sus preguntas, era lo que le esperaba para su futuro. Y había algo mucho peor: la perspectiva de ese futuro en algún momento había dejado de horrorizarle.
Estaba loco. Sí, loco. La locura era contagiosa y sin lugar a dudas ella se trataba de una lunática.
Le dolía el estómago, y la cabeza, a la cual se llevó la palma abierta para cubrirse los ojos como si con el gesto pudiera borrar su vergüenza. Su mano libre, estirada en la cómoda cama, se cerró en un puño de pronto. Había recordado a McKinley, con su impertinencia, esos aires de suficiencia y de niño bueno que le causaban náuseas. Entrecerró los ojos, incluso si no podía ver nada bajo el peso de su mano.

El muy descarado no tenía vergüenza de ir y meterse abiertamente con él y pretender llevarse a su novia, porque sí, el que no la hubiera elegido, el que estuviera loca, el que fuera amiga del cicatrizado y su séquito, no quitaban ese hecho: en lo que a él y al mundo mágico constaban, Luna Lovegood era su novia. Mucho más que eso, su prometida, su futura esposa, casi una Malfoy en pleno derecho. _Casi..._

Resopló y su mano detuvo el aire provocando un sonido estrangulado, mientras se convencía de que sólo se trataba de una cuestión de orgullo y de la profunda rabia que le causaba el hecho de que ese remedo de mago pretendiera colocarse por encima de él y señalarlo con el dedo como si fuera una basura. Buena parte del mundo mágico pensaba eso de él y su familia, él mismo en las noches se cuestionaba sobre si tenía algún derecho de haber vuelto al colegio después de lo que había hecho, de lo que casi había hecho... El corazón se le encogía en silencio y se obligaba a sostener el mentón en alto por mera costumbre o fuerza de voluntad, quién sabía, pero eso no quitaba que fuera consciente de las miradas indiscretas, de los murmullos y el terror u odio en algunos ojos. Aún caminaba por los corredores y al doblar una esquina apretaba la varita bajo la túnica. Se merecía mucho de todo eso, pero no por ello no iba a defenderse, después de todo el mayor castigo solía habitar bajo su piel, se lo lo proporcionaba a sí mismo con el aborrecimiento que llegó a sentir por sus actos, por su sangre, su familia, e incluso su piel, que lucía la marca indeleble de su malas decisiones en su antebrazo.

—Draco, es hora de la cena, ¿Vienes?

Blaise había metido la cabeza por la rendija de la puerta en algún momento en que los pensamientos se llevaron a Draco muy lejos. Sin embargo no se sobresaltó, no tanto como se habría esperado de alguien a quien un sonido sorprende, sino que su mano se movió por instinto en el amago de buscar algo, pero se detuvo al reconocer la voz de Zabini. Sonrió como burlándose de sí mismo antes de quitarse el brazo de la cara y contestar.

—¿Acaso no te enseñaron a tocar? —gruñó—. Ya voy.

Blaise rió, muy lejos de ofenderse, y salió de la habitación pavoneándose mientras le decía que se diera prisa.

...

En el gran comedor todo era bullicio, el habitual de platos, cubiertos y estudiantes hablando, fantasmas flotando y parloteando por doquier; pero esa noche a Draco le pareció mucho más molesto de lo habitual. Por empezar, la mesa de los profesores estaba encabezada por Dumbuldore, que había regresado de un viaje del que nadie tenía detalles porque el sujeto seguía siendo un misterio andante. La sola presencia del director le causaba una incomodidad y una vergüenza tan grande que se sentía tentado a salir corriendo, tal vez por eso casi no apartaba la vista de su plato, que de repente parecía ofrecer un paisaje muy entretenido ante sus deseos de desaparecer. Su padrino, el Profesor Snape, estaba sentado cerca del anciano y de la profesora McGonagall, y Draco casi podía sentir la mirada oscura de aquél sobre sí. La cena, la noche, sería muy larga, pensó, y lo confirmó cuando un codazo para nada delicado de Blaise casi le hace brotar el jugo de calabaza por la nariz, arruinando sus propósitos de pasar desapercibido. Siempre había querido llamar la atención, pero también siempre, cada una de las veces, que había pretendido ser discreto, alguien se lo arruinaba, aunque por lo general había sido Potter y no un atolondrado Zabini que de repente parecía muy emocionado en tirar de la manga de su túnica.

—Ya, ya. ¡¿Qué diablos, Zabi..

Los ojos grises siguieron la trayectoria que Blaise Zabini le indicaba, que Pansy Parkinson observaba con gesto de indignación y Theodore Nott con indiferente preocupación. Las miradas de curiosidad y preocupación se extendieron hasta la mesa de los leones, y hasta en la de profesores cierta expectativa se vislumbró, como si esperasen al próximo capítulo de una fotonovela muy emocionante. Un brillo alegre se dejó ver en particular en unos ojos cubiertos por monturas en forma de medialunas, cuyo dueño murmuró un "Ah, el amor de juventud" a un desinteresado Snape, en el momento justo en que una mirada de un gris helado atravesó el gran comedor desde la mesa de Slytherin hasta encontrarse con Luna Lovegood entrando con Christian McKinley en medio de una animada conversación.

El Dragón y la Luna.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora