Capítulo 1

98 11 9
                                    

Es increíble la cantidad de pensamientos sin sentido que pasan por tu mente cuando no estás haciendo nada útil. Con la mirada al frente, el mentón en alto y la espalda derecha, le enseñaba a mi institutriz lo que ella consideraba como la postura perfecta de una reina. Para asegurarse de que caminaba correctamente, la señorita Gillis colocó un pesado libro en mi cabeza. Si el libro se mantenía en su lugar, pasaba la prueba, pero si este se caía, fracasaba.

Con los brazos situados a una altura milimétrica a mis costados, avancé un paso detrás de otro hasta colocarme en el punto señalado del suelo de mármol. Inhalé una bocanada de aire para expandir mis pulmones y comencé a recitar el discurso que me sabía de memoria. Supuestamente, debía imaginar que estaba frente a una audiencia completa, dirigiéndome a mis súbditos. El texto se tambaleaba en mi cabeza, pero no se movió.

Una vez que terminé mi proclamación, la severa mujer asintió, acariciando la vara de madera con la que solía golpearme cuando cometía un error. En esta ocasión me salvé por mi elocuencia, aunque no siempre fue así. Alcanzar un nivel de oratoria elevado me costó una gran cantidad de azotes y fustas mientras crecía.

Al principio lloraba porque los golpes no dejaban de caer sobre mí, pero finalmente llegué a acostumbrarme a ellos. Y lo que es más importante, entendí cómo podía evitarlos. Si me esforzaba el doble, si iba más allá del límite de mi inteligencia, jamás volverían a golpearme. Por supuesto, ella jamás caería tan bajo como para felicitarme, pero era evidente que estaba satisfecha con mi desempeño.

―Siga practicando Alteza, la excelencia sólo se consigue practicando―Comentó la señorita Gillis, inusualmente amable―

Mi institutriz revisó el reloj encima de la chimenea, constatando que el tiempo de nuestra lección diaria se había agotado. Se despidió con una reverencia, tal como dictaba el protocolo y luego se marchó para continuar con sus actividades. Cuando la puerta se cerró, me quité el enorme libro de la cabeza, leyendo el título en la portada.

Era un ejemplar antiguo, como de los que únicamente se encontraban en la biblioteca real. Me sentí tan bien sosteniéndolo que no pude evitar rozarlo con los dedos. Personalmente, prefería estudiar los libros en lugar de tener que utilizarlos para corregir mi postura, pero en general no era bien visto que las damas tuvieran un aspecto ilustrado.

Es cierto que mis maestros me instaban a obtener los mejores puntajes académicos, pero no era eso lo que mi institutriz esperaba de mí. Su tarea era enseñarme modales de etiqueta, con el objetivo de que a futuro me convirtiera en una monarca preparada para el cargo. Eso incluía saber cómo pronunciar discursos, recibir a emisarios de otros reinos, ofrecer banquetes y guiar una buena conversación.

Por esa razón, siempre me esforzaba para estar a la altura de sus estándares casi imposibles, los cuales eran tan exigentes que otras aristócratas de mi edad se habían rendido. Nadie podía complacerla, excepto que yo no era como las demás.

Desde que era muy pequeña, siempre supe que era diferente al resto. No me veía como mis padres o como los demás niños del castillo, si tuviera que ser más precisa, no me parecía a ninguna otra persona. Mi cabello blanco y ojos grises resaltaban demasiado, eso aparte de mi piel extremadamente pálida. A lo largo de mi vida, mi apariencia había delimitado mi personalidad y las personas que me rodeaban.

Nadie, ya fueran los nobles en el castillo o los aldeanos de la ciudad, me creían con la fortaleza para hacer algo importante. Mucho menos para gobernar un reino tan grande como el mío. Cuando me miraban no veían a una princesa, al contrario, lo único que podían ver era una amenaza que debían eliminar, antes de que los aniquilara a ellos.

Ver mi reflejo en el espejo y no apartar la mirada era una batalla que libraba todos los días y jamás acabaría. Un recordatorio constante de lo que era. Los rumores que los miembros de la corte susurraban a mis espaldas cuando creían que no los veía, eran una advertencia de que tampoco podía cambiarlo: estas características físicas eran permanentes.

Corazón EtéreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora