El frío se había extendido por mis brazos y piernas, helando mi cuerpo centímetro a centímetro, cubriéndome con una fina capa de hielo. Siempre pensé que morir sería como sumergirse en agua congelada, flotando como un cubo de hielo para toda la eternidad. El único consuelo que me proporcionaba la muerte era saber que al fin podría reencontrarme con las personas que había perdido y que extrañaba tanto.
Sin embargo, cuando abrí los ojos, advertí que no había ido a ningún lado.
Desperté cuando ya era noche cerrada, los copos de nieve caían del cielo en una espesa nevada, tapizando el suelo con un manto blanco. Todavía me encontraba en la fortaleza, aunque de algún modo mi cuerpo estaba curado, los brazos de nuevo pegados a mis costados donde anatómicamente debían estar. La magia vibraba en mi interior, tal vez porque durante el ritual reclamé lo que Daemon me robó.
Me levanté, siendo testigo de la desolación dejada a nuestro paso con esa última batalla. Pasee la mirada por lo que quedaba del salón del trono y mis ojos tropezaron con el cadáver de Daemon. Suspiré aliviada, sus restos fríos y rígidos indicaban que el ritual funcionó. Apoyé una mano en mi pecho y sentí los latidos constantes contra mi palma, aquel corazón ahora me pertenecía. Encontré la corona del imperio tirada unos metros más allá, por lo que me acerqué a ella y la alcé entre mis manos.
Contemplé la corona de piedra, idéntica al trono, como piezas gemelas. La había odiado desde el primer instante en que la vi, pero no podía rechazarla ahora. Hasta que creara una nueva, ese era el único símbolo de poder que me señalaba como emperatriz. Me había ganado ese derecho luchando, rompiéndome a mí misma en el proceso y nadie iba a arrebatármelo. Coloqué la corona en mi cabeza y alcé el mentón.
No me sentía diferente por portar esa corona.
Pero una corona es una corona, ya sea aquí o en los confines del mundo. Esta pieza representa cargas y responsabilidades, el peso de las decisiones. En mis manos ahora sostenía las riendas de Assur. La energía del continente palpitaba sobre mis hombros, podía sentir cada vida como la frágil llama de una vela. Tenía el control de aquel vasto territorio y cada provincia obedecía mis órdenes. Estábamos atados para siempre.
Cuando traté de revivir a Draconis, no sucedió nada, no hubo ningún cambio.
Lo intenté todo, pero el dragón no abría los ojos, no respiraba y tampoco se levantaba. Permaneció inmóvil en el suelo donde había caído, rechazando la magia que pretendía infundirle a su cuerpo. Desconsolada, me arrodillé frente a su cabeza. Grité y maldije creyendo que nadie acudiría, pero alguien me escuchó. Unos pasos se aproximaron con cautela a mi rincón, pero yo no atacaría a otra persona ese día, había tenido suficiente de sangre, dolor, sufrimiento y muerte.
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Corazón Etéreo
Fantasía¿Los monstruos nacen o son creados? A todos los niños les han leído el mismo cuento antes de ir a dormir. En tierras lejanas, caballeros de brillante armadura y princesas de corazones nobles se enfrentan al villano, derrotan el mal y viven felices p...