Epílogo

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"Se me agotó la paciencia"

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"Se me agotó la paciencia"

Ese fue el mensaje recibido de un número oculto, el único mensaje que acabó con mi estabilidad emocional que, de por sí, últimamente es nula.

Salgo del teatro escolar porque no puedo tranquilizarme con la música retumbando fuertemente en los oídos. No me importa ir empujando a medio mundo para abrirme paso, necesito alejarme. Sé quién me ha enviado ese mensaje pese a que el número fuera oculto. Y eso me hace entrar en un pequeño pero mortal lapsus de pánico.

He logrado llegar al estacionamiento, la fresca noche estallando contra mi rostro. El aroma de la noche —una mezcla de rocío y el humo de los automóviles— no logra calmarme en absoluto. Llego a un punto muy oscuro, justo debajo de un frondoso árbol. Es cuando tomo el celular y marco al número del quien sé que me ha marcado.

Me responde al tercer tono.

—La paciencia no es una virtud de los Hill —dijo la voz al otro lado del teléfono—, en este momento, al darme una llamada después de mi mensaje, me lo has confirmado. De tal padre, tal hijo.

—Necesito más tiempo —Imploro. Odio rogar, mucho más a mi padre. Mi mano libre se cierra en un puño tenso.

—No —exclamó el hombre, con tanta rudeza que me un estremecimiento me recorrió por todo el cuerpo, aferro el celular con mucha fuerza—. Te di el tiempo suficiente y te has excedido. Tenías una tarea muy sencilla. Y no la has cumplido.

Conrad apretó los ojos con fuerza.

—Solo me está costando más tiempo de lo acordado. Todo va bien, te lo prometo, yo solo necesito que... ¿papá? ¿Me estás oyendo?

Silencio. Escucho la respiración entrecortada de mi padre y sé que lo hace para tratar de calmarse. Si yo estuviera ante él, yo estaría a dos de recibir una lluvia de golpes e insultos sin detenimiento.

—Padre...

—Escúchame bien —dijo mi papá con detención—, ahora mismo me encuentro en Los Ángeles, en una pequeña y dulce cafetería sobre el muelle de Santa Mónica. Ven y hablemos al respecto.

Estuve a punto de decir algo más, pero padre cortó la llamada. Aprieto el celular con más fuerza mientras mi respiración se agita. Siento algo caliente que emerge con fuerza en mi interior, tan caliente que me nubla la vista. De pronto estoy gruñendo y golpeando el tronco del árbol con tanta fuerza que muy pronto me lleno los nudillos de cardenales.

Como si fuera un saco de boxeo, los golpes retumbaron contra el árbol; el dolor en mis puños crece y suelto un grito de furia. Descargo mi enojo como si el árbol fuera el culpable de todo. El sudor empapa toda mi cara y mi mano queda entumida.

Me aparto de golpe, dando tres pasos hacia atrás y respiro profundamente para relajarme. Meto una de mis manos al interior del bolsillo de mi chaqueta, extraigo un cigarrillo y, con manos temblorosas —la piel enrojecida, las motas de sangre y la carne abierta— lo enciendo.

Besos Color Púrpura (En proceso de corrección)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora