Capítulo 23

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Sentí sus labios sobre los míos cuando creía que se daría media vuelta y se marcharía. Mi cuerpo temblaba de los pies a la cabeza mientras que ella buscaba calmar el dolor de mi cuerpo con esa forma que tenía de entregarse a mí. Quizá si hubiese sido una persona con el suficiente conocimiento de las consecuencias que estaban destinadas a pasar, me hubiese apartado de ella, pero no lo hice, no pude, solo la besé como si no hubiese mañana si no la tenía conmigo.

Mis dedos se perdieron en su pelo y empecé a perder el control de mí mismo. Llevaba demasiado tiempo soñando con eso y, una vez más, habiendo pensado que era imposible, la puerta se había vuelto a abrir. La pasión nos recorría a los dos con la fuerza que estaba acostumbrado. Podía sentirlo bajo mi piel, cómo poco a poco empezaba a arder el fuego de la pasión alejándose de la rabia que había logrado consumirme en las últimas palabras que le había gritado.

Cogí su rostro entre mis manos alimentándome de ella, de todo lo que suponía besarla. La sensación de estar curando mis heridas con algo tan simple como su tacto, con su entrega. Sin embargo, aquella vez no quería que fuese precipitado, quería experimentar hasta el final el placer de tenerla conmigo, de saber que aquello podía llegar tan lejos como ambos deseásemos. Me olvidé del anillo en mi dedo y en el suyo, tan solo la cogí en brazos y caminé hasta la habitación de invitados.

Su cuerpo mojado aún sobre las sábanas parecía pertenecer a un mundo diferente, ajeno a todo eso, pero ella era mi mundo, el mundo del que yo formaba parte y me había alejado demasiado. Así que, con la puerta cerrada detrás de nosotros, quité sus zapatos con lentitud antes de dejarlos caer en cualquier parte. No pensaba en otra cosa que no fuese ella, Eli, mirándome del mismo modo que lo había hecho aquella noche.

Me quité la camiseta y me tumbé sobre ella en la cama. Necesitaba sus labios una vez más. Sus manos frías aún por la temperatura del exterior, rozaron con suavidad mis músculos, abriéndose en su recorrido desde los omóplatos hasta mi cintura.

—No desaparezcas —susurré con desesperación fijando mi mirada en la suya antes de meter mis manos bajo la camiseta que se había pegado a su cuerpo.

—No lo haré. No lo haré, te lo prometo —musitó volviendo a besarme justo después.

Nos volvimos a separar cuando le quité la camiseta empapada que pesaba el doble de su peso real. No tenía sujetador debajo de la misma y cuando contemplé sus senos bajo tímida luz que entraba por la ventana, sentí el deseo de recorrerlos de tantas formas como me permitiese mi propia imaginación. Acaricié su torso con las yemas de mis dedos mientras que ella lentamente se retorcía y jadeaba por el roce. No sabía si para ella era igual, si podía sentir que estaba ardiendo ante su contacto, pero que conforme se afianzaba cada roce, la temperatura se elevaba hasta que ambos calores se mezclaban, sumándose, elevando el número tanto que podíamos ser nuestro propio horno. Era Ícaro volando demasiado cerca del sol, quemándome al tocarlo y disfrutando de la sensación.

Bajé mis labios por su cuello besándolo hasta que ese recorrido siguió descendiendo, despacio, provocándome hambre y sed de ella en todos los sentidos. Un hambre que se abría paso con una violencia que me pedía no parar, no ceder, pero la sed, en cambio, buscaba que fuese poco a poco, acariciando cada instante como si fuese el último, como si jamás volviese a repetirse.

Nuestras ropas fueron poco a poco desapareciendo. Nuestras respiraciones se aceleraron con ello. Mis manos se permitieron el placer de recorrerla entera y su boca me pidió que no esperase demasiado porque ni tan siquiera era capaz de aguantar la tortura de un tacto que la alimentaba pidiendo siempre más.

Desnuda, una vez más, delante de mí, supe que lo único que podía hacer era venerarla como una diosa porque me había confundido, nunca había sido una ninfa nada más, sino la diosa que se escondía detrás de sus hermanas para darles a ellas todo el protagonismo, pero que tan solo aquellos que no miraban a sus hermanas comprendían y aceptaban que no había más belleza en el mundo que la suya tan solo porque la habían mirado a ella antes.

The good boyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora