Capítulo 29

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El sonido constante de una habitación de hospital fue lo primero que me recibió, como siempre, en nuestro dormitorio. Sue estaba despierta, observándome mientras entraba en la habitación y sonrió con el mismo rostro de amargura que había demostrado en esos últimos años. No podía negarle que no me lo mereciese, pero aunque comprendiese lo mal que lo estuviese pasando, no creía que tuviese derecho a tratarme de ese modo después de lo que habíamos pasado esos años juntos. De hecho, había sido el único que había estado allí todo el tiempo y no tenía ni idea de lo ocurrido esos días antes de que llegase de estar al lado de su madre.

—¿Ya has descansado suficiente por hoy de mí? —preguntó sin dejar de mirarme con esa sonrisa y esas ganas de asesinarse impresas en toda su expresión—. Lamento que te sea tan complicado pasar tiempo con tu mujer.

—Sue, déjalo. Por favor.

—Oh, ¿es que es demasiado horrible para el pobrecito Jeff cómo le trata su mujer? No me imagino el infierno que has de estar pasando.

Mi suegra tampoco me trataba mucho mejor. Su gesto siempre era de desaprobación, como si no fuese lo bastante bueno para su hija o no me estuviese desviviendo por ella. Solo necesitaba dos salidas al día, dos o incluso con una me era suficiente. Un rato, nada más, para ir a ese parque y ver a los niños, ¿era tan horrible?

—¿Me dirás esta vez dónde has ido?

—A pasear.

—A pasear, a pasear —susurró burlona con dificultad para hablar debido a que parecía estar ahogándose por momentos—. Dime la verdad, dime que has ido a buscarla.

—¿A quién?

—¡A ella! Siempre es ella. ¡Siempre ha sido ella!

Pasé mis manos por mi cara.

—Estoy harto de esto. ¿Qué ella? Nunca ha habido nadie, Sue. ¡Nadie! —mentí intentando que se diese cuenta que no estaba dispuesto a seguir escuchando tonterías.

—¡A Eli! ¡Siempre ha sido Eli! —gritó con las fuerzas que le quedaban—. ¡La amas! ¡La has amado siempre!

—Cariño... ya, no te alteres, no merece la pena —dijo su madre colocándose a su lado y acariciando su mejilla con los dedos.

Suspiré desviando mi atención para mirar por la ventana. Deseé que allí, al otro lado, estuviese la figura de Eli, escribiendo como la había visto la última vez que había pisado esa casa como arrendataria. Recordaba verla encorvada, observando las páginas y dejando que su bolígrafo se moviese con una rapidez irregular porque las palabras no salían siempre con la misma fluidez.

—Hace cinco años que no sé nada de ella —contesté con un nudo en la garganta—. Cinco años que me he dedicado en exclusiva a ti. A ti.

—Mientes.

—¿Por qué siempre crees que miento?

Nuestras miradas se encontraron y vi el odio en la suya como lo llevaba viendo desde hacía años. Movió su mano y palmeó la mesilla que tenía a su derecha buscando el tirador de uno de los cajones.

—Segundo cajón —ordenó.

Frustrado y sin comprender nada, fui hasta el cajón y lo abrí. Allí lo encontré, aquella pequeña cajita que había estado escondiendo bajo la cama. La caja donde estaba el anillo que había soñado con darle a Eli hasta que ella se había prometido.

—Se lo compraste a ella, ¿verdad? —preguntó con la mandíbula apretada conteniendo su llanto.

Cogí la caja entre mis dedos preguntándome cómo había podido encontrarla. Suponía que tras la remodelación de aquella habitación, habrían encontrado ese escondite y se lo habían dado. Rocé la pequeña caja y la abrí comprobando que el brillante seguía sin brillar, del mismo modo que lo vi la última vez cuando todo había muerto entre Eli y yo.

The good boyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora