Capítulo 26

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—No miento —fueron las últimas palabras que le escuché decir antes de aferrarme al pomo de la puerta para salir de aquel lugar.

Mi respiración era irregular, el corazón me latía de un modo doloroso, mis ojos estaban llenos de lágrimas, pero no tenía la fuerza suficiente como para vencerle. Era demasiado fuerte para mí y me rendí ante una puerta que había decidido ponerse de su lado en la cruenta batalla llevándome a romper en llanto.

El duque llevó su mano hacia mi mejilla y se la aparté de un manotazo alejándome de la puerta.

—Ni se te ocurra.

—¿Ahora no puedo tocarte? —preguntó confundido.

—Has perdido todo tu derecho.

—No he perdido nada. Sigues siendo mi esposa.

Tuve ganas de reír como si hubiese perdido la razón y una sonrisa se me escapó porque la ironía de sus palabras era cuanto menos asfixiante. Sequé mis lágrimas con dureza e impotencia sin importarme hacerme daño o dejarme la piel enrojecida.

—Déjame salir.

—No. Tenemos que hablar.

—¿De qué? ¿Planeas también contarme si le has hecho lo mismo que a mí? ¿Quieres que te dé mi bendición?

Mariano me agarró de los brazos y me atrajo a su cuerpo antes de aspirar mi aroma como si fuese una necesidad.

—Os he visto.

—¿Qué?

—Os he visto a ti y a Sebastián. Te ha besado las manos, en el jardín... —gruñó con los dientes apretados—. ¿Ya le prometiste amor eterno? ¿Eso era lo que vino a hacer aquí?

Le miré creyendo que se le había ido el poco sentido común que tenía. En sus ojos había ira y hubiese correspondido a esa misma a base de perder mi propio oremus, pero no era algo que mereciese la pena ni él tampoco debía volver a verme así. Ya habíamos discutido sobre eso y era demasiado agotador.

—No. No le prometí amor eterno porque no hay amor que le pueda prometer —contesté con sinceridad y eso logró que Mariano se desconcertase. Parpadeó varias veces y me soltó despacio—. Te confundiste.

—¿Por qué dices que no hay amor por prometer?

—Eso no importa.

—¡A mí sí! —gritó logrando que diese un respingo—. A mí sí —repitió en un tono tan bajo que a penas si fue un susurro.

—Está bien. Te lo diré. No debería, pero te lo diré.

—¿La verdad?

—La verdad —aseguré alejándome de él antes de irme hacia la ventana para intentar serenarme tan solo con la vista del exterior—. Sebastián estaba mal. Ya te dije que en la carta me aseguró que había problemas en su matrimonio. Hablamos. Me contó que le había llegado una colección como regalo para ambos, aunque eso ya lo sabes, pero resultó que era un regalo únicamente para mi hermana. Él cree que tiene un amante o un amorío. Le dije que no era así porque la conozco bien, aunque me callé que sé que esa colección de libros es tuya.

—¿Por qué te lo callaste?

—Para protegerle. Estaba tan dolido por algo que se había inventado que no quería hundirle en la miseria haciéndole saber que eres tú el que intenta enamorar a su esposa —dije con los brazos cruzados—. Me dijo que lo que peor le sentó fue la carta que vino con los libros.

—¿Qué carta?

—¿No la recuerdas? Quizá en un vano intento por conseguir una migaja de ese amor, decidiste escribirle una carta a ella usando el apellido o algo así. No sé lo que dice, tú debes saberlo mejor que yo —expliqué dándome la vuelta para volver a mirarle como si no me afectase que estuviese allí delante de mí simplemente existiendo—. Y eso es todo. Desde que tengo uso de razón, Sebastián me besa la frente y las manos a placer, pero se ha casado con otra y no conmigo. Jamás ha insinuado que esté interesado en mí y yo fui la única que se ilusionó con minudencias.

El duqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora