Capítulo 1

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Las campanas de la iglesia doblaban con la misma fuerza que en cualquier otra celebración. Aquel era un acto importante, lo suficiente como para que se hubiesen reunido las familias más ricas en kilómetros a la redonda. Debía estar feliz. Sonreír era parte de mil protocolo y más siendo familia de la novia. Ella iba vestida de blanco de los pies a la cabeza. Estaba pletórica, feliz. ¿Quién no lo estaría? Se estaba casando con el hombre de sus sueños, el hombre más maravilloso que había pisado la tierra y que se había fijado precisamente en ella. La elegancia, la belleza y la vitalidad de mi hermana Soledad era evidente.

Aguanté todo lo que me fue posible. Mis manos sujetaban un pañuelo y era bien visto que alguna lágrima de orgullo escapase de mis ojos. A todas las personas las bodas lograban conmoverles, al menos, las que yo conocía. La única diferencia es que mis lágrimas no estaban teñidas de las mismas emociones que las de mi madre, por ejemplo, sino que se ahogaban en sufrimiento.

Todas las personas fueron abandonando la iglesia, uno a uno después de felicitar a los novios y la familia de cada uno de ellos. Intentaba mantener la sonrisa fingiendo esa felicidad que no tenía cabida en mí. Por egoísta que pudiese sonar, mi alegría con mi hermana era ínfima en comparación con mi despecho.

Mi madre atrapó mi mano en un instante en que se debió ensombrecer mi rostro y con un apretón me recordó mi papel una vez más.

—Queridísima Mónica —los brazos de Sebastián me rodearon como lo habían hecho desde nuestra más tierna infancia—. No puedes ni imaginarte lo feliz que soy ahora mismo.

Sebastián, el novio, el hombre más apuesto, el entregado a todo lo que un buen esposo debía estar. Pletórico y enamorado sin importarle ni lo más mínimo, mis escondidas emociones. Nunca lo supo y nunca se lo diría.

—Puedo verlo. Es algo que resalta a simple vista —sonreí con la sinceridad que solamente su cercanía me permitía expresar—. Te mereces tanto ser feliz.

Cogió mi mano en la suya y beso el dorso del mismo modo que todos los caballeros debían hacerlo.

—No merezco ni la mínima felicidad que tú, pero mírame, la hallé. No quiero imaginarme cómo será tu rostro el día que llegues al altar. Sé que brillarás con luz propia —su sonrisa logró que mi malestar fuese aún mayor, pero había aprendido, desde su compromiso, a no mostrar mis verdaderas emociones sino todo lo contrario.

Recordaba siempre las palabras de mi madre: la mujer correcta es aquella que llama la atención sin pretenderlo. Así que, desde una tierna infancia había aprendido a ser callada, silenciosa y cautelosa. Sin embargo, mi hermana, que era todo lo contrario a mí, había sido capaz de lograr lo que se me había hecho imposible: conquistar el corazón de Sebastián.

—Vendréis a la fiesta, ¿verdad? —preguntó a mi madre que estaba a un par de metros.

Entonces, pude ver cómo le cambiaba el rostro cuando volvió a fijar su atención en Soledad. Si ya era hermosa, aquel día era mucho más que eso. Había logrado dejar a la altura de su talón a todas las flores que adornaban la iglesia y a los cuadros allí pintados mostrando las imágenes de la pasión de un Cristo agonizante.

—Por supuesto que iremos, querido —contestó mi madre con una sonrisa de orgullo por ver lo bien que había casado a su hija más joven.

Sebastián me soltó para estar junto a su esposa. La envidia se extendía por todo mi ser cuando observaba el amor que había entre ambos. El beso se podía distinguir en sus miradas, pero no se lo daban por prudencia, por estar en un templo religioso y por respeto a todos los presentes. Aquellas muestras de afecto rara vez se veían por la calle salvo que se tratasen de ambientes en los que no se nos estaba permitido acudir. Había oído historias, de alguna amiga mía que le había contado alguna de las muchachas del servicio. Pero no había visto ninguno y mucho menos disfrutado del mismo.

Todos se fueron marchando y me quedé sola en la iglesia con la escusa de poder rezar un poco más por la feliz pareja. Había prometido que iría tan pronto como terminase hasta la fiesta. Sabía que no me dejarían caminar sola y, por eso, el mismo párroco se había ofrecido para acompañarme. Él, mi confesor, conocía la verdad de mis emociones. Sabía el sufrimiento por el que estaba pasando. Por eso, cuando se marcharon todos, asintió tan solo para mí.

Todo mi dolor empezó a escapar en lágrimas en ese mismo instante. Mis manos se agarraron al reclinatorio suplicando en silencio por encontrar algo de fuerza para seguir conteniendo aquel malestar que tan solo crecía en mi pecho. Había perdido al hombre del que había estado enamorada desde mi más tierna infancia, aquel a quien me habían asegurado que me entregaría como esposa aunque de sus labios jamás había salido una propuesta.

El párroco se perdió en la sacristía. Me permitió mi espacio dejándome en soledad con el sagrario para rezar en voz alta si lo deseaba.

Salí de entre las bancas, miré a mi alrededor asegurándome que no había nadie y dejé que mis rodillas tocasen el suelo mientras el resto de mi cuerpo intentaba fundirse con él.

—Te lo suplico, Dios mío, ayúdame a ser fuerte. Tú has decidido esto, has dejado que suceda, pero dame las fuerzas para soportar esta angustia que corrompe mis buenos deseos como hermana —sollocé mientras las lágrimas barrían mi piel hasta caer en el suelo, allí donde hubiese querido perderme.

No fui consciente del sonido de unos pasos acercándose. Tan solo vi los zapatos a la altura de mi rostro demasiado tarde para fingir que no había pasado nada. Sequé mis lágrimas con la rapidez que me permitieron mis articulaciones doloridas.

—¿Es esta la nueva vestimenta de las monjas? —pareció burlarse una voz grave, jocosa, mirándome y logrando que me sintiese aún más ridícula que durante toda la ceremonia. 

El duqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora