Capítulo 6

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 —¿Cómo os ha ido? —preguntó mi madre con una sonrisa en los labios después de terminar de cenar.

—De maravilla, tía —empezó Agustina y le contó todo lo que había pasado mientras una sonrisa se dibujaba en mis labios.

No podía negar que me hacía cierta gracia que estuviese tan emocionada con tan poco. No me reía de ella, pero la situación era jocosa. Aunque mientras ella relataba todo con completa ingenuidad, mi madre debía fingir alegrarse de algo que no le suponía ningún placer. Sabía que a su juicio yo debía ser al siguiente en casarse y que un gran partido como él se fuese a casar con mi prima era casi una derrota a su honor familiar. Todo lo que había dicho durante nuestro paseo con el duque habían sido las palabras que mi madre me había recordado muchas veces, ajeno a todo lo que yo pensaba.

—De todos modos es pronto, Agustina. Sé que puede hacerte mucha ilusión, pero debes ser precavida. Los hombres no suelen adorar a las mujeres que dan por sentado que ellos se han enamorado de ellas —explicó con el buen talante acostumbrado y porque decir algo contrario sería tan chocante a la imagen de mujer cuidadosa que desentonaría por completo.

—Lo haré, tía, se lo aseguro.

Mi madre me dirigió una mirada de reproche y fingí que no la había visto saboreando la última porción del postre que nos había preparado la cocinera, una muchacha que tendría un par de años menos que yo, pero que se desenvolvía con la misma soltura que su madre, quien también había estado bajo nuestras órdenes, pero que había fallecido hacía poco tiempo.

—Iré a descansar, madre. Debo rezar mis oraciones y estoy agotada —dije antes levantarme de la mesa—. Con permiso.

Ella lo aceptó de buen grado porque no tenía más remedio que seguir escuchando con educación a mi prima que aún seguía soñando despierta con todo lo que iba a pasar. Lo que yo esperaba era alejarme de la conversación que sabía me esperaba al día siguiente. No estaba con ánimo alguno de escucharla esa noche.

Cuando entré en mi habitación, había un nuevo jarrón en la mesita donde la rosa que no estaba abierta brillaba entre todas las demás. Su color vibrante lograba que hacer a las demás insignificantes, como si su hermosura no pudiese compararse aunque no estuviese mostrando todo su potencial. Me acerqué a las flores y rocé todas con los dedos mientras mi atención se centraba en aquella reina oculta. Sonreí satisfecha sabiendo que sería un recuerdo momentáneo de todo el bien que había hecho en la vida de mi prima con aquella noche.

Me despojé de mis ropas y me coloqué el camisón. Recogí el libro que descansaba en mi mesita de noche y comencé a pasar páginas hasta que llegué a la señal que había dejado el día anterior. Me gustaba leer parte de la Biblia antes de ponerme con mis oraciones. Cada parte era una enseñanza de alguna clase y aunque muchos aseguraban que uno podía sabérsela, comprendía que tan solo lo hiciesen los eruditos, quienes consagraban su vida al señor estudiándola durante horas. Por mi parte, aunque recordaba lo que había leído en otras ocasiones, no podía llegar a memorizarlo.

Me desperté en mitad de la noche. No me había dado cuenta cuándo me había quedado dormida. La Biblia descansaba en mi pecho que subía a bajaba fruto de la sorpresa, de un susto del que no era capaz de reponerme aún. Miré a la nada, a todo lo que había delante de mí envuelto en oscuridad. Me sentía febril. Llevé mi mano hasta mi mejilla descubriendo que era solo una sensación porque la temperatura no la acompañaba. Eso sí, estaba sudorosa. Probablemente algún mal sueño.

Entonces, le vi. Allí estaba Sebastián, apoyado en la entrada que había desde el exterior mientras las cortinas se movían a capricho del viento.

—¿Sebastián?

—¿Mónica? —sonrió y se acercó sin encender ninguna luz, tan solo guiándose por lo que la tenue luz de la luna permitía observar.

El duqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora