Capítulo 29

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Durante toda la mañana fuimos animales explorándose mutuamente. Me sentí como si estuviese haciendo alguna clase de maldad, como si algo de todo aquello fuese malo, pero a maravilloso. Así que, terminamos abrazados en el suelo de aquel despacho con su chaqueta cubriendo mi desnudez ya que, por si acaso, no quería que nadie pudiese verme de ese modo.

Apoyado mi codo en el suelo, le miré durante todo el tiempo. Jugaba con uno de los mechones de mi cabello con cuidado, enrollándolo y desenrollándolo.

—¿Te imaginabas la vida de casado así?

Él me miró alzando las cejas y movió la cabeza ligeramente.

—En parte. Cuando me enamoré de tu hermana sí pensé que fuese así. Bueno, quizá no tan así. Pero que sería feliz. Besos y deseo...

—Se me olvidaba que tú jugabas con ventaja al saber qué era todo esto —contesté haciendo una mueca porque no me gustaba tampoco demasiado la idea de saber que había imaginado esto mismo con mi hermana. Me hacía sentir muy incómoda—. Pero, ¿y la vida de casado conmigo? ¿La imaginas así?

Mariano pudo leer algo en mi rostro y me hizo volver a mirarle colocando un dedo bajo mi mentón para dirigirme la mirada.

—No. Jugaba con ventaja al saber lo que era estar íntimamente con una mujer, pero no sabía qué era estar casado. Recuérdalo —contestó y me robó un beso—. En cuanto a si imaginaba que la vida de casado entre nosotros sería así, no. Nunca imaginé esto.

Asentí suavemente y mordí mi labio inferior sin saber bien si aquello debía tomármelo de buena manera o no.

—Es mil veces mejor de lo que imaginaba —añadió como si estuviese leyendo mi pensamiento.

—¿Ah sí? Bueno, no estará a la altura de ese matrimonio con amor que tú buscabas, pero...

—¿Por qué se te ocurre siquiera pensar que no? —musitó observándome con una suave sonrisa en los labios—. Mónica, han cambiado muchas cosas desde que tuvimos esa conversación en el barco.

—Lo sé.

—Tú dejaste de amar a Sebastián.

Acepté aquellas palabras porque eran ciertas y me senté en el suelo metiendo mis manos por las mangas de su chaqueta bajo su atenta mirada.

—Pero tú no dejaste de amar a mi hermana.

El duque se levantó quedándose sentado igual que yo. Sus ojos estudiaron mi rostro, manteniendo la mirada, pero sin contestar a la pregunta. Así que sabía que era evidente que debía analizar hasta qué punto esas palabras me estaban doliendo, pero nada más. No las iba a retirar y tendría que lidiar también con la estupidez de estar aferrándome a alguien que no podía sentir nada por mí.

—Mírame.

Cerré los ojos soltando un suspiro y accedí a su petición para fijar mis ojos en los suyos.

—¿Realmente crees que sigo amando a tu hermana?

Su pregunta era desconcertante, pero asentí porque era lo que pensaba. Dejó escapar una triste sonrisa y me envolvió en sus brazos sentándome en su regazo de forma que pudo contemplarme todo el tiempo con esa chaqueta puesta que nos intentaba tapar a ambos de alguna mirada indiscreta por la mirilla de la puerta o si esta, de pronto, decidía desaparecer.

—No es así. Yo no amo a tu hermana.

—Pero... ¿y la carta? —pregunté sin tenerlas todas conmigo.

—La carta no es nada más que la estúpida promesa que hice y que creía que podía mantener hasta que fuiste mi esposa —explicó acariciando con suavidad la punta de mi nariz con la suya—. En realidad, miento. Porque no lo supe antes, pero desde el momento en que te vi tumbada en el suelo de aquella iglesia, has estado en mis pensamientos.

El duqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora