Capítulo 1

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Residencia Fanucci, Venecia. 1769.

—¿Es que no va a marcharse nunca?

Asomada desde el balcón contemplo la góndola de Bruto Mancini, que flota cargada de enseres bloqueando la entrada principal.

—Por favor, señorita, su madre ya la ha hecho llamar cuatro veces.

—Sí, sí...

Me abanico con rabia, y al desviar la mirada de la embarcación me encuentro con la fachada en construcción que se erige al otro lado del canal. Me vuelvo hacia Donata y la señalo con disgusto.

—Qué despropósito. ¿No crees que es un despropósito? Que esperpento... Es grotesco. ¿No crees que es grotesco, Donata?

Donata ya no se atreve a responder. La última vez que mi madre le pidió opinión sobre unos pendientes y ella se atrevió a contestar la mandó a casa el resto del día. Así que ahora ya no dice nada. No dibuja una mueca, no hace ningún gesto que delate que ha escuchado mi pregunta. Se limita a guardar silencio y a observar desde el interior de la habitación, con los labios ligeramente apretados, esa cosa. Ese delirio faraónico cuya construcción ha durado todo el invierno y que ha convertido la fachada de los Trevisano en un esperpento.

—No me merezco ver esto cada mañana.

—Señorita.

—Tendré que cambiar de cuarto.

—Señorita...

—Es roja. ¡Roja! Una fachada roja... ¿Qué se creen? ¿Qué esto es Asia? ¡Esto es Venecia, por Dios!

—Se...

—Sí, sí, Donata. Ya te he escuchado. Ya voy.

Donata respira aliviada cuando me ve cerrar las ventanas. Lanzando el abanico sobre la cama, enfilo el camino que me lleva hacia el pasillo mientras ella me retoca. Un poco la falda. Un poco la manga izquierda. Un mechón rebelde que se sale del recogido a la altura de la coronilla. Ya les escucho. Charlando. A mi madre y al bruto de Bruto.

—¡Sienna, querida! Por fin estás aquí. Ven, ven, acércate... Mira quién ha venido a visitarnos.

Finjo sorpresa al ver a Bruto Mancini ahí sentado, hundido en un sillón demasiado pequeño para su cuerpo, como si mi madre no hubiera dado la voz de alarma nada ver aparecer su góndola doblando la esquina. Cuando me ve, Bruto se atusa el pelo (siempre lo ha tenido graso, y en consecuencia, con aspecto de sucio aunque no lo esté), se levanta con visible dificultad (está orondo), y se ajusta la chaqueta (no le cierra).

—Sienna, tan bella como la recordaba.

Me besa la mano.

—Qué alegría verte de nuevo, Bruto. Pensaba que estabas en Nápoles...

—Sí, sí... Tenía negocios en la ciudad, pero todo se ha dado convenientemente y he terminado antes de lo esperado.

—¡Justo para el inicio de la temporada!

Mi madre sonríe, recostada en el sillón. Los pies en alto y el codo doblado sobre el reposabrazos.

—¿Qué tal Nápoles? ¿Ha ocurrido algo destacable últimamente?

—Nada de nada. Probablemente sea la ciudad más aburrida que he conocido. Pero es que cualquier ciudad siempre va a resultar aburrida en comparación con Venecia... ¿Verdad?

Al reírse, el colgajo de carne que forma su papada se zarandea violentamente.

—Sin duda...

Miro a mi madre, que adivina el violento e incómodo silencio que se cierne sobre nosotros. Carraspea y se incorpora un poco.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora