Capítulo 22

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—¡Que vestido tan bonito, Sienna!

Lucrecia, tumbada en mi cama, observa como Pitta me cierra el corsé.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan callada?

La miro a través del espejo, devorando un helado de nata, pero no contesto. Estoy pensando en Loa y en Donata, esa buena mujer a la que tantos dolores de cabeza hemos dado mi hermano y yo a lo largo de los años. He intentado apartarlas de mi mente, pensar en otra cosa, pero cuando cierro los ojos solo las veo a ellas. Me siento responsable. ¿Por qué? Yo no tengo la culpa. Fue su decisión vender al periódico los chismes que escuchaba a la señora Boni. Y aun así, siento que es mi culpa alargar una agonía. La imagino, con las monjas, contemplando como si barriga aumenta de tamaño, sabiendo que ni siquiera podrá abrazar a su bebé antes de que se lo lleven lejos, a un lugar sucio dónde no cuidarán de él, dónde tendrá suerte de sobrevivir y prosperar de alguna forma. Y después, cuando apenas se haya recuperado del parto, la guardia irá a buscarla y la ahorcarán ahí, en medio del bosque, como un animal. Donata, Donata, Donata... La veo haciendo esa tarta de fresas que tanto nos gustaba a mis hermanos y a mí cuando éramos niños, limpiándonos las rodillas cuando nos caíamos en la hierba, siguiéndonos con un parasol cuando íbamos al campo, dándonos dulces a escondidas cuando nuestra madre nos gritaba y nosotros no dejábamos de llorar.

Volvemos de casa del cardenal y está ahí, preparando la comida. Y cuando la sirve, me doy cuenta de su gesto serio, triste. Las ojeras que forman dos pequeñas y oscuras lunas bajo sus ojos. Su rostro pálido. ¿Cómo no he podido darme cuenta antes de su aspecto? ¡Es Donata! Donata es una buena persona. ¿Por qué tiene que dolerme el estómago? ¿Por qué siento que esto va a perseguirme para siempre? Pienso... Pienso... Pienso... ¡Que peligroso es pensar! Pensando se le ocurrió a mi madre que era buena idea que me casara esta temporada. Pensando se le ocurrió que si no quería hacerlo me mandaría con tía Vera a Génova, y pensando se le ocurrió que esta noche bailaría, quisiera o no, con todo aquel que me lo propusiera. Pero esto es mucho más importante que un matrimonio. Se trata de la vida de una persona. Que tontos y estúpidos parecen mis problemas al lado de los de Loa, de los de Donata. Se expande. Mi mundo. Lo hace a la fuerza. Mi pequeño mundo veneciano se agrandó con la llegada de Milo de Sicilia. Pero ahora mi mundo se ha agrandado hacia una parte que está mucho más cerca de mí que esa isla en medio del mar Mediterráneo: en la propia Venecia, a unos pocos canales de distancia de aquí, dónde el pan se gana trabajando y no por una dote familiar Así que sí, pienso, pienso, pienso...

Miro a Lucrecia, y ella dice:

—¿Qué?

Un poco de helado se le cae sobre el vestido:

—¡Ay! ¡No! ¡Madre me va a matar!

Y mientras echa a correr, sé que ella no va a poder ayudarme. Demasiado joven. Demasiado inocente. Pienso en Enzo, pero decido que lo mejor es dejar al servicio al margen. Así que tampoco puedo contar con Gonzo o con Donata. Si algo sale mal, sea lo que sea que pueda salir mal de algo que ni siquiera ha tomado forma todavía en mí cabeza, ellos serían los peor parados. Pienso en mi hermano. ¡Mi hermano! No... Es complicado que se comprometa con algo que no sea una botella de alcohol y una buena compañía. Y eso solo durante unas horas. ¿Livia? No, no se involucraría en algo así. ¿Milena? Puede que le tenga cariño a Loa, pero tampoco se arriesgaría. Y terminaría contándoselo a la señora Boni, lo que lo empeoraría todo. ¿Milo Mazzi? ¡Es un duque! ¿Cómo voy a pedirle ayuda para algo así? No podría. Ni debería. En mi cabeza aparecen entonces dos nombres. Dos personas.

—¿Estás lista?

Mi madre entra, y después de una leve ovación, sonríe.

—¡Pero que estupenda estás! ¡Y el recogido! ¡Maravilloso! Ay, Sienna, esta va a ser tu noche. Pitta, déjanos un momento.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora