Capítulo 12

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Mi madre se niega a recibir visitas. Aunque la mayoría de las familias se contentarían con charlar entre ellos sobre lo sucedido, tomando té con los amigos más cercanos, hay algunos desvergonzados que disfrutan presentándose en la casa del perjudicado para ver como balbucea, como intenta defenderse, como continuar a flote de un naufragio al que está destinado a sucumbir. Mi madre no va a permitir que unos idiotas se rían de los Fanucci. Así que le dice a Donata que si alguien viene, le diga que hemos salido. Que no estamos. Que no sabe cuándo vamos a volver. También prohíbe, a partir de este mismo instante, que se vuelva a traer un periódico a esta casa. Y Lucrecia no puede evitar una mueca de disgusto en su cara. Después pide que no la molesten. Se encierra en su cuarto y durante el resto del día no escucho un solo movimiento al otro lado de la puerta.

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La señora Lo Duca se pone a trabajar rápidamente, porque solo un día después de nuestra conversación los hilos invisibles que forman las relaciones de las familias aristocráticas de la ciudad de Venecia empiezan a moverse rítmicamente, en sintonía, como las cuerdas de un instrumento al entonar una canción.

Lucrecia llama a mi puerta después de la hora de comer y entra sin esperar respuesta. He visto por la ventana la góndola de los Manna, y por mucho que me hubiera animado escuchar a Livia insultar a Favio y a su madre, Donata sigue órdenes muy claras y no permite pasar a nadie.

—¡Pero Donata! – le ha dicho ella - ¡Soy yo! ¡Soy Livia!

—Perdóneme, señorita Livia, pero es que la señora Fanucci no quiere ver a nadie.

Después de insistir e insistir a Donata se le ha escapado que en realidad sí que estamos en casa, que no hemos salido a ninguna parte.

—¡Pero si yo no quiero ver a la señora Fanucci, quiero ver a Sienna!

—Perdóneme, de verdad.

Al final se ha rendido, pero al ver a mi hermana cotilleando la conversación a través de la ventana, esta le ha transmitido un mensaje que ella en seguida se ha apresurado a traerme.

—Livia me ha dicho que Favio va a casarse.

Como no reacciono, Lucrecia salta a la cama y se tumba a mi lado.

—La señora Lo Duca ha contado por ahí que el compromiso es firme desde hace un mes, y que ese rumor del Zorro Nocturno no es más que una patraña. Y todo el mundo la ha creído. ¿Cómo es posible que todo el mundo la haya creído? A mí me suena a mentira desesperada...

¿Cómo no van a hacerlo? ¿Cómo no van a creerla, o al menos, fingir que la creen? El Zorro Nocturno puede destrozarte la vida, pero la señora Lo Duca puede hacerlo también. Y sin seudónimo.

—¿Quieres saber con quién se casa?

No contesto.

—Aiace Conti. ¿La conoces?

Aiace Conti... Aiace Conti... Una cantidad indecente de rostros femeninos, jóvenes y sonrientes pasan por mi mente a velocidad de vértigo. Aiace Conti... Aice Conti... Entre el montón, entre todas las hijas en edad de casarse de las familias de la ciudad de Venecia, tardo mucho, pero al final doy con ella. Aiace Conti.

—No es muy guapa – dice Lucrecia -. Ni muy lista.

—¿Y tú qué sabes?

—Hablé con ella. Su hermana es amiga de Luna. Y Luna es mi mejor amiga. Nos encontramos en el mercado hace unas semanas y charlamos.

—¿Sobre qué?

Se encoge de hombros.

—Sobre Venecia, sobre el carnaval...

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora