Capítulo 7

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—Donata, me gustaría seguir respirando al final del día.

Con la cara colorada por el esfuerzo, Donata mira a mi madre, recostada junto a la ventana. Contemplando desinteresadamente el fondo de su copa, hace un vago gesto con la mano para que continúe apretando.

—Perdóneme, señorita.

Y tras ese susurro angustiado Donata tira una vez más, con mucha fuerza, hasta que mis costillas se contraen y el último soplo de aire que acumulo se me escapa del pecho. Hace un rápido y hábil lazo en la parte baja de mi espalda, me ajusta la falda, y trae el vestido mientras se limpia el sudor de la frente.

—Estás fantástica – dice mi madre -. ¡Fantástica!

Colocada a mi espalda, mira mi reflejo en el espejo.

—Recuerda, Sienna...

—Por favor, no.

—Sienna, escúchame.

Se pasea por la habitación, enumerando sus reglas en voz alta.

—Sé amable. No hables sobre temas de los que no te han pedido tú opinión. Esto es muy importante. No hables sobre política. Ni sobre desigualdad. Ni sobre... ¿Sabes qué? No hables. Limítate a sonreír. Sí, eso, limítate a dibujar una bonita sonrisa en esa cara tuya, eso le gustará al resto de invitados. No fumes. No bebas demasiado. No te rías demasiado alto, ni bailes con demasiada efusividad. Y lo más importante – se vuelve y me señala desde la distancia -, si te preguntan por el suceso de la ventana, intenta desviar la conversación. Ya estoy harta de ese asunto.

A mi madre le gustó la atención que trajo "ese asunto" hasta que vio nuestro apellido en el periódico. Es cierto que toda la aristocracia ya sabía por entonces lo que había ocurrido, pero lo que a mi madre no le gusta es que todo Venecia lo sepa. Así es el periódico. Puede leerlo tanto un noble que desayuna en su biblioteca como un panadero que espera a que su horno tome la temperatura adecuada. Y mi madre piensa que los problemas de la aristocracia jamás deben llegar a oídos del pueblo... Y que los problemas del pueblo nunca deben de llegar a oídos de la aristocracia.

—Y por ese motivo se producen las revoluciones, madre.

Pero a ella nunca le han interesado las lecciones de antropología.

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Ya es de noche cuando salimos de la residencia Fanucci. El dux debe de estar ahora mismo en el balcón de su palacio, dedicando unas palabras al pueblo que se amontona en la plaza, ocultos tras sus máscaras y cubiertos con sus atuendos festivos. El dux se bañará en vítores y ovaciones, y después volverá al interior para reunirse con los selectos invitados de su tradicional baile de carnaval.

Es una oportunidad espléndida para la aristocracia veneciana. La nobleza de todo el mundo se reúne en la ciudad durante una larga temporada, y no solo para disfrutar de una primavera de borracheras y libertinaje, sino también para hacer negocios, crear lazos comerciales o, en última instancia, encontrar esposo o esposa para un hijo que ya tiene la edad adecuada. No solo es mi caso, por supuesto. No solo yo tengo una madre obsesionada con el matrimonio. En Venecia hay muchas chicas en edad de contraer nupcias con madres que pretenden aprovechar la oportunidad que les ofrece el carnaval y sus visitantes temporales, todos ellos acaudalados hombres de negocios, provenientes de regiones lejanas y, por tanto, desconocedores de los rumores o escándalos en los que han podido estar envueltas sus criaturas. Llevan meses preparando vestidos a medida, trayendo telas de Francia, encargando joyas de Roma, y ensayando risitas coquetas frente al espejo.

Me temo que será una temporada extremadamente larga.

Hacinados en la pequeña embarcación, mi madre se vuelve y observa durante unos instantes a sus tres hijos. Mi hermano nos acompaña, pero no suele quedarse mucho tiempo en ninguna parte. Al final, cuando se aburra de las conversaciones superficiales y los chistes tontos, saldrá del palacio y se divertirá con el pueblo. Después de todo, para eso sirven las máscaras de carnaval. Para pasar inadvertido. Para ser quien quieras ser.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora