Capítulo 36

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Gonzo me lleva hasta su casa, un pequeño edificio con el techo hundido que da a una calle estrecha y mal iluminada. Dentro, los suelos y las paredes son de madera, y los candelabros gotean formando pequeñas columnas de cera blanquecina que mi anfitrión destroza con la punta de su bota mientras se quita la chaqueta.

—Por aquí, señorita. Permítame que cuelgue su capa. Pase, pase. Sé que no es su casa, pero... Espero que se sienta cómoda.

Al contrario de lo que pueda creer Gonzo, es un sitio muy acogedor del que él y su familia deberían sentirse orgullosos. En la sala hay una chimenea con un par butacas, con el cuero ya moldeado que la rodean. Al otro lado de la estancia huele a bollos de leche. La esposa de Gonzo, alertada por el sonido de la puerta, se asoma limpiándose las manos con un paño. Parece sorprendida de ver a su marido tan pronto en casa, pero más sorprendida se muestra al verme entrar tras él.

—Señora – musito haciendo una leve reverencia.

—Espere aquí, señorita Sienna. Deje que hable con mi esposa y le ponga al día de lo que está ocurriendo.

Gonzo acerca una de las butacas junto al fuego, y después de revolverle el pelo a su hijo menor, entra en la cocina y mantiene una breve pero intensa conversación con su esposa. La puerta está cerrada, pero los cambios en el tono se cuelan por las rendijas. Adivino su nombre entre los susurros: Marisa.

«Claro que sí, Marisa, pero...»

«Pero Marisa, debes entender...»

«Eso es, Marisa...»

El niño me mira con esa curiosidad típica de los infantes. No creo que todavía tenga la edad suficiente como para mantenerse en pie por sí solo, así que se entretiene sobre la alfombra jugando con unas tallas de madera.

« ¡El chico está en la cárcel, Marisa!»

« ¡Pues que paguen! ¿No es eso lo que hacen los ricos cuando detienen a sus hijos? ¡Pagar!»

«Marisa, por favor...»

«¡Le vi nacer! ¡Le he visto crecer!...»

Cuando Gonzo vuelve de la cocina, con una leve sonrisa que intenta disimular la tensa conversación que ha mantenido, lo hace acompañada de su esposa, que me da un cuenco con agua limpia y un paño. Tiene el ceño ligeramente fruncido y el gesto tenso. Arrastra un taburete, se sienta frente a mí, y sostiene un espejo roto por una esquina. Parece mucho más joven que Gonzo. Mira a su marido, que se coloca de cuclillas junto al pequeño, y luego dice sin disimular su mal humor:

—Siento el desorden. No esperaba visita.

—No quiero molestarla, señora. Me marcharé en seguida.

—No, no...

Se alisa el vestido.

—Puedes quedarte el tiempo que necesites.

Me estudia la herida.

—Es un corte feo.

—Ese malnacido del cardenal... - Gonzo coge una talla y la nueve delante de su hijo – Se escuchan historias por aquí. De cosas que hace. Viene por la noche, con su guardia, llama a una puerta y luego, bueno... No es algo que deba saber una señorita.

Pero puedo imaginarlo.

—No puede volver a casa con ese aspecto, señorita Sienna. Su madre... Y el baile...

Sí, puedo imaginar lo que diría mi madre. Y los Luciano. Será un milagro que después de esto quieran continuar con la idea del compromiso. También puedo imaginar lo que dirá el resto de invitados. Pienso en ella. En mi madre. Me pregunto que estará haciendo ahora, como estará excusando mi ausencia. La de mi hermano. La imagino sola y temblando de rabia, al borde de las lágrimas, y hago lo más cobarde: apartar esa imagen de mi mente para que no me haga daño.

Hundo el paño en el cuenco y me limpio la herida, que se ha cubierto con una capa de sangre seca. Me duele. Todavía noto los dedos del cardenal alrededor de mi cuello, su piel incómodamente cálida. Cuando el agua se tiñe de un rosa muy pálido, dejo el recipiente sobre una mesita y observo el fuego. No tengo frío, pero las manos me siguen temblando. Es como si una parte de mi misma estuviera fuera de mi cuerpo. Siento, pero lo hago a medias. Respiro, mi sangre corre, mi corazón late, pero lo hace amortiguado. Despacio. Como si en mi inmediato alrededor el tiempo pasara de forma distinta que al otro lado de estas paredes, en el resto de la ciudad.

—¿Qué va a pasar con su hermano, señorita?

—El cardenal dice que lo ahorcarán mañana por la noche.

—Pero... ¡Eso no es posible! ¿No le ha ofrecido dinero?

—No quiere dinero.

Gonzo se levanta. Luego camina de un lado a otro de la sala. Se pasa la mano por la cabeza, se ajusta el pantalón... Viene, va, se detiene junto a la ventana y se queda ahí mucho tiempo, contemplando a la gente y a los carros pasar.

—Crearé un grupo – dice -. Mañana, cuando lo lleven al bosque, asaltaremos el carro.

Marisa se levanta.

—¿Estás mal de la cabeza? ¿Es que quieres que te peguen un tiro?

—Mujer, he sido soldado. Si alguien dispara a alguien, ese seré yo.

—¡Tienes dos hijos, por dios santo! ¿En qué estás pensando?

—En que conozco a ese chico desde que nació, Marisa – mira a su pequeño, jugueteando con su propio pantalón -, no puedo dejar que lo maten.

—¿Pero si puedes dejar que te maten a ti?

—Marisa, no voy a discutir esto.

—¿Y con quién se supone que vas a contar? – pone los brazos en jarras - ¿Quién va ayudarte?

—Conozco a gente que aprecia a Luca Fanucci. Y si ellos no quieren, conozco a gente que me debe un par de favores.

Coge su chaqueta, que había colgado de un gancho detrás de la puerta, y se la pone. Salen, y en la calle hablan durante un rato. Las paredes que dan al exterior son más gruesas que las del interior, así que no les escucho. Al final, mucho rato después, Marisa vuelve a entrar. Coge a su bebé y sube al piso superior como si hubiera olvidado que sigo aquí. Y desde ahí, en un sillón que no es el mío, sintiendo que los huesos me duelen y se me clavan como espinas a la piel, escucho el sonido de la madera bajo su peso y la nana que le canta a su bebé para tratar de dormirlo.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora