Capítulo 35

135 31 0
                                    


Mi hermano no está en prisión, sino en la penitenciaria, que es dónde se mete a los borrachos que han causado algún enredo, a las prostitutas que han cazado ofreciendo sus servicios, o a los muchachos nobles que se meten en peleas, se drogan, o causan algún destrozo que la guardia no puede encubrir fácilmente. Porque lo ha visto mucha gente o porque es un destrozo demasiado visible. Es como una especie de limbo dónde un juez decidirá si vuelven al cielo o les encierran en el infierno.

La penitenciaria es un edificio antiguo, cuadrado, de piedra, con unas pequeñas ventanas del tamaño de la palma de una mano. Está lejos de la residencia Fanucci, de las viviendas pudientes, y cuando más nos adentramos en esa Venecia que los aristócratas definen como «llena de barro y podredumbre», más rápido parece remar Gonzo. No por él, por supuesto. Me consta que vive cerca de aquí. Es por mí. No quiere que me escandalice. Pero yo hace tiempo que dejé de escandalizarme por las cosas que ocurren en esta ciudad. Gonzo puede estar tranquilo por mí.

Es más de medianoche y es carnaval, así que los borrachos vienen y van, las prostitutas pasean sus encantos con los pechos desnudos, y las peleas están presentes en cada esquina. Berrean insultos desagradables y luego lanzan puñetazos al aire que no alcanzan a nadie. Se tropiezan con sus propios pies y caen de bruces, sin conseguir volver a levantarse, sobre orín y restos de cerveza. Las tabernas están llenas, la música suena por todas partes, la gente baila, y las máscaras olvidadas flotan en el canal. Si no supiera que está preso, es muy posible que debajo de cualquiera de esos disfraces encontrase a mi hermano. Él nunca ha tenido problema en difuminar esa línea entre nobleza y pobreza hasta hacerla desaparecer casi por completo. Él puede ser aristócrata por el día y un pobre ladronzuelo de vino por las noches.

—Ahí es, señorita. Hemos llegado.

Gonzo me ayuda a bajar de la góndola. En la plaza de la penitenciaria la gente baila con sus máscaras, agitando sus copas de vino. En una esquina hay una tasca llena de miembros de la guardia que beben y beben sin parar, rodeados de fulanas que intentan robarles las monedas sin que se den cuenta.

—Vamos.

Avanzamos abriéndonos paso con mucha dificultad entre la gente que nos empuja y nos arrolla sin querer. No hay nadie haciendo vigía en la entrada del edificio. Dentro, en un oscuro y pequeño espacio iluminado únicamente con una lámpara de aceite que no deja de chorrear, un hombre detrás de un escritorio nos mira de arriba abajo.

—¿Qué quieren?

—Tienen preso a mi hermano. Quiero sacarlo de aquí.

Con pereza, baja las botas de la mesa y revisa una lista.

—¿Nombre?

—Luca Fanucci.

Revisa, hoja por hoja, hasta llegar al final.

—Sí, está aquí.

—Ya sé que está aquí. Quiero saber cuánto debo pagar para sacarlo.

—Primero le llevaré a verle, ¿le parece? Luego le explicaré que debe hacer.

—Muy bien.

—Usted quédese aquí. Solo puede entrar uno.

Le hago un gesto a Gonzo para que espere, y aunque no parece muy conforme, al final se quita la gorra y espera a un lado.

El guardia, al que le sobresale la tripa entre los botones de su chaqueta, coge un manojo de llaves y abre una primera puerta que sube a través de una resbaladiza escalera llena de cera seca. En el piso superior hay otra puerta de la que tarda mucho en encontrar su correspondiente llave. Esta nos lleva a través de un pasillo lleno de celdas, la mayoría de ellas vacías, hasta que llegamos a la de mí hermano. Está sentado en una esquina, sobre un montón de paja, y cuando me ve se levanta de un salto y se abalanza contra la cancela.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora