Capítulo 6

235 32 1
                                    


Un día después del suceso han pasado por la residencia Fanucci más de cincuenta personas. Donata ha tenido que salir a toda prisa para comprar más té y pastas, y el pobre Enzo no se ha movido de la entrada en todo el día para recibir a todas las góndolas que han ido llegando. Su padre ha tenido que sacarle un sombrero para que se proteja del sol y Donata le ha preparado una jarra de agua con limón y hielo. Cuando la hora es suficientemente indecente como para que los vecinos sientan vergüenza para presentarse aquí, le digo a mi madre que no voy a recibir a nadie más en los días posteriores. Que puede inventarse cualquier excusa. Que estoy demasiado alterada, nerviosa o cansada por lo sucedido. Que necesito descansar. Lo que sea. Ella no pone demasiados inconvenientes a mi decisión. He repetido la misma historia una cantidad obscena de veces. He sido amable, cortés, educada. He bebido cerca de dos litros de té y he comido dos docenas de pastas. He cumplido mi parte.

Me despierto mucho antes de que se sirva el desayuno, y aunque escucho el susurro lejano del servicio realizando sus primeras tareas del día, no percibo nada más. Aprovecho para acompañar a Donata, que va a recoger unas telas y unos botones que le encargó mi madre, hasta que nuestros caminos se separan en un cruce de canales. Ella va hacia Navici y yo me dirijo hacia Campo S. Polo, así que cruzo el puente y me despido con la mano. Donata, que se ha pasado todo el camino diciendo cosas como: « ¡Esta noche he tenido pesadillas con ese intruso!» y « ¡Mira que es valiente, señorita, apenas parece haberle afectado el suceso!», también se despide y luego se pierde por una de las callejuelas.

Es una suerte que la clase noble de esta ciudad no acostumbre a madrugar. Si lo hiciera no podría llegar a la tienda de Ludovico hasta mediodía. Puedo sentir sus pellizcos y sus tirones, su forma de detenerme y de hacerme una y otra y otra vez las mismas preguntas que ya he contestado.

—¡Buenos días!

Ludovico levanta la vista de sus minúsculas gafas redondas y me mira desde el cuartucho que hay al fondo. Cierra el libro que está ojeando, sale cerrando la cortina, y mientras yo miro los ejemplares, amontonados, encajados y superpuestos los unos sobre los otros en unas estanterías pequeñas, combadas y antiguas, Ludovico se sienta detrás de su mesa y saca un montoncito de libros envueltos en papel y anudados con una cuerda.

—Tu pedido.

—¡Vaya! ¡Qué rápido ha sido esta vez!

Se cruza de brazos. Es ya un anciano, muy delgado, pequeño, con la piel de la cara ligeramente colgante y una mata de pelo blanco y alborotado. Le haría falta un bastón, pero es muy orgulloso. Prefiere ir apoyándose en las estanterías y en las mesas de su estrecha y pequeña tienda, como un ciego que intenta abrirse camino por un callejón.

—Sienna.

—¿Qué pasa?

—Esos filósofos franceses... ¿No prefieres leer estos? Mira, han llegado esta semana. Las muchachitas se los van a llevar todos, aprovecha antes de que no quede ni uno. Por ser tú mi amiga, te he guardado aquí un par. ¿Qué te parece?

—¿Historias de amor? No, Ludovico, ¡qué aburrido!

Ludovico sonríe. Soy distinta a su clientela habitual, hijas de la aristocracia que buscan historias románticas con las que escapar de la aburrida rutina. Es así. Intenta hacerme rabiar.

—¿Están todos?

Se rasca la cabeza.

—Están todos. Mira, ¿y este? Es de una pareja que se conoce en el trayecto hacia una expedición a Oriente. ¿No te llama la atención?

—Ludovico, el secreto de no hacerse fastidioso consiste en saber cuándo detenerse.

—Esa frase no es tuya.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora