Capítulo 27

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—Te alegrará saber que he recibido la confirmación esta misma mañana de que la señorita Loa y su hijo nonato han llegado sanos y salvos a mi residencia en Turín. En estos instantes deben de estar asignándola un cuarto propio y proporcionándola algo de ropa limpia. Tienen órdenes claras de tratarla con respeto y...

La visita del cardenal me caló mucho más de lo que creí en un primer momento. Como cuando caminas durante mucho tiempo en la nieve y solo experimentas el frío cuando regresas junto al calor del fuego. Sí, definitivamente su intromisión en casa me perturbó. Desde entonces he tenido pesadillas en las que consigue alcanzar a Loa y la cuelga allí, allí mismo, en medio del bosque, en la rama de un árbol, abandonando su cuerpo para que sirva de alimento a los animales salvajes. Y luego, cuando me despierto, Donata está siempre ahí. Me pregunta si me encuentro enferma. Si me apetece un baño. Y pienso en si guardaré este secreto para siempre o llegará un momento en el que se lo confesaré todo.

Así que, bueno, sí, sentada en el jardín de tía Licia, bañada por el sol de la mañana, verla aparecer anunciando a bombo y platillo que Loa ha llegado a su residencia de Turín me produce una profunda y vehemente sensación de liberación.

—He mandado a Jame, ya sabes que es de mi total y absoluta confianza, a que le dé a tu sirvienta la carta de su hermana.

Mi tía se sienta en la silla que hay frente a mí, colocándose la servilleta con cuidado sobre el vestido.

—Debo darte las gracias otra vez, tía Licia.

—Oh, querida, ya me las has dado muchas veces. Por cierto, la tarta estaba riquísima. No ha quedado ni una miga. ¡Qué suerte tener una cocinera tan excepcional!

—Bueno, pero creo que al menos te mereces una explicación...

En mi cabeza mis motivos y causas tienen mucho sentido, pero para nadie más que a mi parece tener el suficiente peso de la razón. Ni para el cardenal, ni para mi madre...

—No hay explicación necesaria para un buen acto, Sienna. Le has salvado la vida a una mujer que iba a morir por una ley absurda impartida por un cardenal absurdo. Y por ello, querida, debes llevar la cabeza bien alta el resto de tus días. Has hecho el bien. Jamás hay que justificarse por hacer lo correcto.

Se sirve un poco de té. Después añade un terrón de azúcar y coloca una pasta junto a su platillo.

—¿Cómo la sacaste del convento?

—Bueno...

—¡A mí me encomendaste la parte más aburrida! Cederte un carruaje y un conductor de confianza. ¡Vaya! Ya ves tú. ¿Qué tipo de reto crees que es ese?

—Yo no la saqué.

—¿No?

—Pedí ayuda.

—Ah, eso tiene más sentido.

Le da vueltas a su té. Luego me mira, como si se acabara de dar cuenta de algo.

—Espero que fuera alguien de confianza.

—Es alguien de confianza.

—Bien, cualquiera puede traicionarte por una buena bolsa de monedas.

—Él no.

—¿Y desde cuando conoces tú al tipo de persona que se cuela en un convento, por cierto? ¡Que espabilada que te has vuelto! Porque seguro que no es un hijo de la aristocracia. No lo es, ¿verdad?

—Es mejor que no sepas nada, tía Licia.

Se ríe.

—Que misteriosa.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora