Capítulo 16

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Lucrecia esconde los periódicos, que algún miembro del servicio debe traerle a escondidas, debajo del colchón. Lo hace para que nuestra madre no pueda descubrir que esos "infernales textos escritos por alguna pobre alma atormentada sin vida propia" han vuelto a penetrar en los muros de la residencia Fanucci. Son los mismos "infernales textos [...] sin vida propia" que ella esperaba cada mañana y que acompañaba con el desayuno. Claro que eso fue antes de que nuestro nombre sufriera un intento de sabotaje, de perjuicio. Ahora solo escuchar la palabra periódico la produce dolor físico. Pero lo que mi madre no parece comprender es que los cotilleos, al igual que los chismorreos y los rumores, son como la peste. Al final siempre encuentran un modo de volver.

Estamos en la plaza de San Marcos, a los pies de su majestuosa basílica, y todo el mundo habla de lo mismo: La última travesura del Zorro Nocturno.

«¡Los Cito! ¡Arruinados! ¿Quién podría imaginarlo...?»

«El otro día vi a sus hijas en la modista. Su madre había encargado dos vestidos nuevos, y no parecía muy preocupada por el pago... Quizá el Zorro Nocturno ha vuelto a equivocarse...»

« ¡A mí no me sorprende! No diré nombres, pero conozco a un par de personas a las que le debe dinero desde hace tiempo...»

«¿Y qué se supone que van a hacer ahora que todo el mundo sabe la verdad? Qué vergüenza... No tendrán más remedio que marcharse de Venecia y buscar un lugar más económico dónde vivir. Quizá algo en el campo...»

Ni siquiera la santa e intimidante sombra de la basílica amedranta los comentarios punzantes.

Mirando el agua, las barcazas que flotan sobre la superficie, pienso en Luca. Él tendría algún chascarrillo gracioso que decir. Si estuviera aquí, claro. Pero volvía cuando nosotras nos marchábamos, sin una bota. He perdido la cuenta de cuantas ha perdido solo este mes.

—¡Nosotras a misa y tú oliendo a barril! ¡Lávate y acuéstate! ¡Cuando vuelva a casa quiero verte presentable!

Eso es lo que le ha dicho mi madre desde la góndola.

Al cardenal Capon le ha parecido una buena idea doblar el número de misas semanales. Supongo que es parte de su plan para alejar el pecado de las almas de los venecianos. No hay nada que te haga arrepentirte más de una buena borrachera que tener que madrugar al día siguiente para ir a misa, cuando el sol apenas ha aparecido por el horizonte.

—Sienna.

Mi madre me hace un gesto para que me acerque. Las puertas de la basílica ya se han abierto, y bajo el cántico de unas campanas que espantan a las palomas, las familias pudientes van entrando perezosamente al templo. No es la aristocracia veneciana muy dada a acudir a la casa de Dios, pero se dice por ahí que el cardenal tiene mucha más influencia de la que su insípida presencia puede aparentar en un primer momento, así que nadie quiere tenerlo en contra.

El eco de una multitud moviéndose en un espacio cavernoso me pone enferma. Es como una crispación, un picor en lo más profundo de mi cerebro que no puedo calmar. Así que cuando todo el mundo está ya apelotonado en los bancos, cuando la madera deja de crujir y el mármol de resonar bajo los zapatos de alzas, cuando ya nadie carraspea ni tose y el silencio vuelve a adueñarse de este lugar... Entonces respiro profundamente y disfruto de la brisa, que se cuela por algún lugar que no puedo ver, que recicla el aire de la sala, y después sale por las puertas principales. No dura mucho. Dos monaguillos la arrastran para terminar cerrándolas con un sonoro estruendo.

Reviso, rostro por rostro, el gentío que me rodea. Luego miro hacia arriba, hacia los frescos que decoran los techos y el interior de las bóvedas. Podría quedarme así, inclinada hacia arriba, el resto de la misa. Observando. Cada pincelada y cada brochazo. He leído mucho sobre la basílica. A mi madre no le parece importante la forma en que se construyó, o la persona que la diseñó. Pero a mí esas cosas me resultan curiosas. Conocer esos datos a los que nadie parece importar me gusta. ¡Y decírselo a Ludovico, que parece saberlo todo sobre todo, y descubrir que él tampoco lo sabe! ¡Que agradable es ver su rostro de interés! No como esas conversaciones bobas e insustanciales que mantienen los pretendientes. ¡Cuánto conocimiento de la historia antigua vamos a adquirir gracias a esos historiadores que ahora acostumbran a viajar hasta parajes lejanos para investigar! Y mientras tanto, mientras algunos recorren ahora el desierto buscando civilizaciones antiguas, yo estoy aquí, contemplando un par de ángeles que revolotean alrededor de un grupo de apóstoles, con el sonido de una respiración molestamente pesada de fondo. Me vuelvo. Es Bruto Mancini. Está a dos bancos de distancia y me saluda con la mano.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora