Capítulo 18

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Cuando tenía trece años, dando tumbos por la biblioteca de tía Licia y ojeando sus libros, escuché por casualidad al servicio murmurando sobre la preparación de una fiesta. Lo hacían en voz baja, en un rincón, como si fuera un secreto. Resulta que sí que lo era. Un secreto. Cuando le pregunté a tía Licia si tenía pensado preparar algo para las próximas semanas, me dijo que no, que no tenía intención de celebrar nada, que estaba cansada de Venecia y que no tardaría mucho en volver a marcharse. Me sentí traicionada. No porque solo llevara un par de meses aquí y ya pensara en irse de nuevo, sus idas y venidas nunca me importaron. Tía Licia era la persona que más me entendía en el mundo, con la que más libertad hablaba de mis pensamientos y deseos, con la que podía charlar de literatura, de historia y de arte... Y me había dejado en la estocada. Me había excluido. No me había invitado a una de sus fiestas. A mí, que era como la hija que nunca había tenido. ¿Por qué no? No pregunté. No dije nada sobre lo que había escuchado. La noche de la celebración salí por la puerta del jardín cuando todos dormían, y después caminé en la oscuridad. Era la primera vez que me escabullía de noche, y también fue la primera vez que sentí terror de Venecia. De los callejones oscuros y tenebrosos que recorría libremente de día. De los murmullos, del rumor de las peleas y de las tabernas llenas. Mi madre siempre ha dicho que la noche veneciana no es para una jovencita. Pertenece a los vagabundos, a los borrachos y a las prostitutas.

Cuando llegué a casa de tía Licia no se escuchaba música, ni había aire festivo. Estaba ahí, delante de una puerta cerrada. No había carruajes o góndolas amontonadas en el canal. Así que entré por la puerta del servicio, una pequeña entrada que hay junto a una fuente pública, y no tardé mucho en comprender por qué tía Licia no me había invitado a aquella fiesta. No era una fiesta. Al menos no la clase de fiesta a la que yo estaba acostumbrada, a la que solía ser invitada, con vestidos pomposos y peinados presuntuosos. Aquello era una orgía.

Lo más impactante para mí fue que conocía a muchos de los presentes. Eran amigos, conocidos y vecinos de la familia. Miembros de la aristocracia, de la nobleza. Hombres a los que acostumbraba a ver del brazo de sus esposas mientras paseaban por la ciudad y mujeres que ocupaban todas las horas de sus días en criar y educar estrictamente a sus vástagos. En aquel instante, sin ropa, con el pelo revuelto y las mejillas sonrojadas, mientras bebían, se drogaban y se acostaban los unos con los otros, me di cuenta de que jamás volvería a respetarles de esa forma que mi madre me había enseñado a hacer. ¿Cómo podría hacerlo? Cuando volviera a verlos, en un baile o en un encuentro, tan educados y elegantes, tan criticones y regios, solo pensaría en sus cuerpos rechonchos, en sus tetas colgantes. Yo, que nunca había visto cómo funcionaba el acto sexual, me sentí turbada, avergonzada, pero también curiosa. A las señoritas no se les habla de ese asunto hasta el día antes de su boda, y allí de pie, me sentí una privilegiada. Y me pregunté cómo alguien podía aprender a hacer algo tan laborioso de una noche a otra.

Al final, envuelta en un ambiente impregnado de un olor dulzón que no había olido jamás (y que tardé mucho tiempo en volver a oler e identificar), atravesé la decoración suntuosa que se había colocado por la estancia y salí de allí. Abandoné el salón principal, y al pasar por la cocina, vi a mi tía. Salía de la habitación solo con una bata larga y transparente anudada a la cintura, muy sugerente y con plumas en las mangas. Nunca antes la había visto sin ropa. Llevaba una botella de vino recién descorchada en una mano, y tras ella, dos hombres desnudos la seguían a toda prisa, cubriéndose sus partes íntimas cada uno con una bandeja de plata. En una llevaban fruta. En la otra, queso y pan. Despeinada, sin zapatos, con la piel brillante y los ojos centelleantes, cuando pasó por mi lado dejó en el ambiente ese olor dulzón que ya había notado en el salón. Cuando mi tía volvió a perderse en el interior de su despacho, salí de allí y volví a casa.

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