Capítulo 14

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Volvemos cuando Donata está sirviendo el primer plato. En el ambiente hay un batiburrillo de aromas, de recetas especiadas que no pegan entre sí. Las barbacoas están encendidas y las columnas de humo blanco ascienden sobre el prado, salpicado por pérgolas de colores. Los perros corretean entre las carpas, buscando algún desperdicio, y los patos permanecen cerca, esperando que alguien les lance un poco de pan.

Cargada de platos, Donata nos mira desde la carpa. Y aunque durante un momento pienso que va a reconocerlo, no lo hace. Supongo que lo ha olvidado. Su rostro. Yo lo olvidé apenas unos días después del suceso, después de tantas descripciones distintas, después de tantas versiones diferentes. Así que, ¿por qué no va a ocurrirle lo mismo a Donata?

—Disfrute de la comida.

Y el señor Pisano se aleja hacia la carpa de Sante.

Parece tranquilo, así que supongo que él también cuenta con que su rostro sea lo suficientemente común y vulgar como para que ningún miembro del servicio Fanucci le reconozca. O puede que simplemente no le importe. Bueno, ¿qué miembro del servicio iba a acusar a un supuesto aristócrata venido de Roma, amigo de un buen amigo de la familia, de ser un adúltero y de haber entrado por la ventana de la hija de su señora escapando de la guardia? Donata no se arriesgaría con algo así. No diría nada. Y yo, en su lugar, tampoco lo haría.

Cuando me siento a la mesa el resto de la familia ya ha ocupado sus sillas. Desde aquí puedo ver la carpa de la familia Siciliani. Sante tiene un par de hermanas que han tenido cuatro hijos cada una, así que su pérgola floreada es un batiburrillo de niños que corretean con las manos sucias y de madres que les piden que se comporten.

—Todo tiene una pinta estupenda.

Hay pescado y verdura, ensalada, y un montón de fruta. Donata se ha esforzado mucho porque la mesa quede impecable, como en casa. Aludida, dibuja una leve sonrisa y una leve reverencia agradecida. Desdoblo la servilleta, con forma de cisne, y me la coloco sobre el vestido.

—¿Y bien?

Mi madre no espera a que dé el primer bocado. Dejo el tenedor sobre el plato y le hago un gesto a Luca para que me sirva un poco de vino.

—¿Y bien qué?

—¿Te gusta?

—Todavía no he probado bocado, madre.

—¡Sienna! – da un golpe en la mesa y en el contenido de las copas se forma una onda. Baja la voz - ¡No me refiero al pescado! ¡Me refiero al señor Pisano!

—¿El señor Pisano? – me echo a reír – Oh, no, mamá. No.

Parece confusa. Al otro lado de la mesa, se coloca la servilleta sobre las rodillas.

—No lo entiendo entonces. ¿Por qué has querido pasear con él? ¡Y yo que pensaba que por fin mostrabas interés por alguien! – una idea acude a su mente -. Ah, no. No estarás intentando perder el tiempo a propósito, ¿verdad? Sienna, no. Si crees que puedes engañarme, si crees que puedes ser más lista que yo... ¡Te equivocas señorita!

Mi madre tampoco creería que el educado y bien vestido señor Pisano también es el adultero que se coló por la ventana de mi dormitorio. Si le acusara de tal forma, ella solo pensará que no es más que una excusa. Una manipulación desesperada por mi parte. Un intento absurdo de alejar a un buen pretendiente.

—Es de Roma, mamá – Lucrecia se sirve un poco de agua -. Si Sienna y él se casaran, tendría que irse de Venecia.

—Exacto, mamá. Exacto – señalo a mi hermana -. Gracias Lucrecia. Parece que solo tú quieres que me quede.

Mi madre dibuja un mohín. Luego se vuelve y observa la carpa de la familia de Sante sin ningún tipo de discreción.

—Bueno, querida, pero te advierto que ya he escuchado a varias madres mostrar interés por el joven extranjero. Su nombre ya corre como la pólvora...

—Bueno.

—La verdad es que es un joven muy apuesto.

Y un gran mentiroso.

SiennaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora