Capítulo 20

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Cuando volvemos a casa una góndola aparece doblando la esquina. Con suaves remadas, una de las embarcaciones de mi tía Licia se acerca lentamente al muelle. Dentro va Milo Mazzi, que se apresura a desembarcar. Se coloca la chaqueta, se atusa el pelo (una especie de manía), y después hace una breve y rápida reverencia.

—Señorita Fanucci.

Lucrecia ha entrado a toda prisa cargada con el papel, la pluma y la tinta que hemos comprado, para subir a su cuarto y esconderlo en un lugar que mi madre no pueda encontrar. O que el servicio pueda encontrar. Ha dejado la puerta entreabierta, así que por una leve rendija puedo ver a Gonzo pasar por el rellano seguido de un aprendiz, pero nada más. Si mi madre estuviera cerca escucharía el inconfundible sonido de sus zapatos sobre el mármol.

—¿Podemos charlar?

Milo Mazzi espera a que le invite dentro. Sentarnos en el salón, tomar un poco de té, o aprovechar la buena temperatura para salir al jardín y dar un breve paseo. Pero lo último que quiero es que mi madre vea a Milo Mazzi en casa. Así que señalo a un grupo de ancianas que se dirigen dios sabe dónde y digo:

—Quería conocer la ciudad, ¿no?

Al señor Mazzi no parece afectarle de ninguna forma que no quiera que entre. Con las manos entrelazadas en la espalda, camina a mi lado siguiendo al grupo.

—¿Y bien? – murmullo.

—Me gustaría pedirle disculpas si creyó en algún momento que no quería ser su acompañante para el próximo baile.

Le miro, y él se explica.

—La vi observándonos, a su tía y a mí, mientras charlábamos. Antes de que empezara ese... - busca la palabra, y cuando la encuentra, la pronuncia con mucha cautela – juego.

—No tiene por qué disculparse. Le aseguro que lo entiendo, y que no le guardo ningún rencor. Usted no ha venido aquí para eso, así que no...

—No, no lo entiende. El motivo por el que la señora Fanucci y yo discutíamos era, sencillamente, porque no quería que se viera obligada a aceptarme como su acompañante. Eso es lo que le dije a su tía, que debía ser usted misma quien eligiera a su acompañante para el baile.

—Oh.

Tomo mucho aire. Luego lo suelto, terminando el ciclo de un suspiro. Así que era eso. Solo eso. Un joven actuando como un verdadero caballero. Y yo pensando... Y yo haciendo... Y yo lanzando esa flecha y estropeándolo todo.

—Entiendo.

Caminamos unos metros. La conversación de las ancianas se cuela en nuestro silencio. Hablan sobre sus nietos.

—Hubiera sido agradable ir con usted - digo.

Milo se lleva la mano al pecho.

—Aún puede, si lo desea.

—Me temo que mi madre ha cambiado de idea, y ahora prefiere que vaya sola. Ya ha prometido un montón de bailes en mi nombre...

—Hablaré con ella.

—Oh, no – me vuelvo hacia él -. No, no, no...

—¿Por qué no?

—Pensará que tiene algún tipo de interés romántico en mí, y se volverá insoportable... – lo pienso un instante – Más insoportable.

—Siento mucho la equivocación. ¡Que desafortunada sucesión de confusiones!

Hemos llegado a la librería de Ludovico.

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