Capítulo 11

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Harry estaba tumbado boca abajo en la vieja cama de su habitación de Grimmauld Place, como solía hacer cuando mataba el tiempo entre la visita diaria de Ron y la nocturna de Severus.

Flexionó y estiró la mano derecha, dolorida por el uso excesivo del día. Había escrito más de una docena de largas cartas.

Levantó la varita, se aclaró la garganta y luego lanzó el hechizo protector sobre los numerosos trozos de pergamino que tenía delante. Remus le había enseñado el hechizo durante el desayuno, sin preguntarle a Harry por qué necesitaba saberlo, lo cual agradecía. A Remus le seguía gustando enseñar y Harry podía ver que se sentía halagado cuando le había preguntado por él. Sirius no había dicho mucho. No era una persona mañanera, y además seguía enfadado por la continua presencia de un tal Severus Snape en su casa.

Harry estiró los dedos una vez más, luego dobló cada carta en tercios, y las metió en sobres que estaban etiquetados individualmente con nombres.

Terminar todas las cartas, curiosamente, llenó a Harry de una sensación de paz. Una sensación de conclusión de su corta pero tumultuosa vida.

Había cosas que necesitaba contar a sus seres queridos una vez que se hubiera ido y estas cartas, con suerte, responderían a cualquier pregunta que pudieran tener.

Harry podía imaginarse a sus amigos sosteniendo estas cartas después de su muerte, tal vez llorando un poco, pero finalmente encontrando consuelo en las palabras de Harry. Un pequeño recuerdo de él, tal vez.

Harry sacó otro trozo de pergamino y escribió su testamento.

Toda su riqueza heredada iría a parar a Remus, Sirius, los Weasley, y también una gran donación a Hogwarts. Ellos eran los que lo habían criado y Hogwarts había sido su hogar.

Hedwig sería para Severus. Harry podía ver que Severus se estaba cansando de su soledad. Tal vez Hedwig podría darle a Severus compañía, como se la había dado a Harry durante sus solitarios veranos en casa de los Dursley. Su escoba, a Ron, por supuesto. Y sus libros a Hermione, por supuesto. Todo lo demás, dejaría que Sirius lo clasificara y lo regalara o donara.

Harry necesitaba que sus seres queridos supieran que, aunque él estuviera muerto, no estaban abandonados. Necesitaba que supieran lo queridos que eran.

Harry se calzó las botas de cuero negro y se sentó al borde de la cama, con un montón de cartas en la mano. Severus llegaría en cualquier momento para su lección. Severus era de fiar, y con eso, venía la puntualidad.

Justo a tiempo, un golpe en la puerta de su habitación.

-Harry, está aquí-, llegó la voz irritada de Sirius. Puso los ojos en blanco y se levantó de la cama.

-Feliz Año Nuevo, Severus-, dijo Harry, cerrando la puerta de la cocina tras él.

-Y para ti-. Severus inclinó la cabeza en señal de saludo y luego lanzó el encantamiento silenciador, como siempre hacía. -¿Estás preparado?-.

-No. ¿Cuándo lo estaré?-.

-Algún día tendrás que estarlo-.

-No puedo ser un bastardo paranoico cada minuto del día como tú-, dijo Harry, su tono ligero y burlón.

La cara de Severus no mostraba humor. -Te has convertido en un bastardo paranoico como yo hace algunos años, temo informarte-.

Harry sonrió con satisfacción. -Es cierto. Pero no estoy siempre en guardia-.

-Pero necesitas estarlo. Por eso estamos aquí-. Severus desvió la mirada hacia las baldosas bajo sus pies. -Sabes que me gustaría que no tuviera que ser así-.

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