Capítulo 29 - El don de Arthur

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Desperté por la mañana, en cuanto los primeros rayos de sol entraron por la ventana. Y para variar, descansada, cosa que desde que estaba con Tom era muy poco habitual. Rebecca seguía dormida en su cama. Quise comprobar que no tuviera ninguna marca en su cuello o muñecas, así que me levanté y le aparté el pelo del cuello.

—¿Qué haces? —preguntó, todavía medio dormida.

—Me ha parecido ver un bicho en tu cuello —mentí.

—¿Dónde, dónde? —se incorporó de un brinco. No recordaba el pánico que le daban los insectos.

—No hay nada. Puede que lo haya imaginado...

—¿Estás segura?

—Estoy medio dormida, me habrá parecido... —traté de tranquilizarla—. Perdón por haberte despertado.

—No pasa nada —dijo, desperezándose—. Además, hoy que nos hemos despertado pronto podemos aprovechar para hacer turismo. Ayer Arthur me comentó algunos lugares a los que podemos ir...

—Y, ¿acaso te ha propuesto él hacernos de guía? —le pregunté, aunque ya imaginaba la respuesta.

—No... —se la notaba decepcionada—. Esta mañana tenía que trabajar. ¡Pero me ha dicho que igual se pasa esta noche a tomar una copa!

«Mierda», pensé. Tenía la esperanza de que ya no volviera a aparecer.

—Jessica, ¿va todo bien? —me preguntó Rebecca, con suspicacia.

—Sí, claro —traté de sonar convincente—. Imagino que querrá ponerse al día con Tom...

—O puede que quiera verme a mí.

—Puede, pero teniendo en cuenta que sólo vas a estar unos días...

—Ay Jessica —puso los ojos en blanco—, ese es mi problema, ¿de acuerdo?

—Está bien —desistí—. No me voy a meter en tus cosas.

—Gracias —sonrió—. ¿Y adónde te apetece que vayamos hoy?




Aquel día alquilamos un coche y recorrimos parte de la isla. A primera hora, visitamos el acantilado de los Gigantes, y aprovechamos para tomar un poco el sol en aquella playa, mientras observábamos aquel paisaje tan imponente. Pese a que queríamos descubrir cada rincón de aquella isla, no podíamos evitar sentirnos tan atraídas por el mar y la arena. Tostarnos a pleno sol mientras escuchábamos, absortas, el sonido del mar, y notar la brisa marina acariciándonos la piel.

—No quiero volver a Londres —masculló Rebecca, a mi lado, sobre su toalla de playa. Yo, que estaba boca arriba, giré hacia la derecha, para mirarla.

—Yo tampoco —suspiré, y miré hacia el cielo, tan azul, tan diferente del de Londres.

—¿Qué vas a hacer si a Tom le dan el papel? —preguntó Rebecca—. Porque imagino que la película se rodaría aquí...

—No hemos hablado de ello... —le dije, dándome tiempo para saber qué contestar.

—¿Y qué pasaría con la obra si se lo dieran?

—Supongo que no empezaría a rodar hasta que la obra hubiese acabado...

—Y si no es así, ¿crees que la dejaría?

—Rebecca, me estás poniendo nerviosa —era verdad, no sabía cómo iba a salir de aquello.

—Si yo fuera tú, dejaría todo y me vendría aquí con él —se incorporó, y se quedó, maravillada, contemplando el mar.

Eternamente tuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora